Rafael Venegas | La frontera es una encrucijada de destinos pululando por sus trochas. Diariamente, en ella se cruzan y entremezclan, en una amalgama de incertidumbre y frágil esperanza, compatriotas que van y vienen. Quienes regresan, ayer abandonaron el País huyendo del agobio de la pobreza y el hambre, del clima de inseguridad y violencia, de los negros nubarrones que oscurecen el horizonte hacia el cual se encaminan los pasos de sus hijas e hijos. Regresan después que en sus países de destino solo encontraron más precariedad y más carencias, xenofobia que los estigmatiza y persigue y el acoso de una pandemia que les pisa los talones y ante a la cual se hallan excluidos del sistema de salud pública.
Regresan, también, heridos de desarraigo y nostalgia, acusando la fragmentación del núcleo familiar y extrañando las tonadas de Simón Díaz, la arepa con perico y el cafecito mañanero degustados con los pies desnudos absorbiendo el palpitar del suelo patrio. Regresan para encontrarse con los mismos problemas que pretendieron haber dejado atrás, elevados a la enésima potencia como producto del agravamiento de la tragedia nacional que nos abate. Quienes se van, sin embargo, lo hacen por las mismas razones de aquellos que emigraron antes: acosados por la pandemia del hambre, el colapso de los servicios públicos y la arrogancia de un poder autoritario que les niega el derecho a protestar este estado de cosas y a exigir mejores condiciones de vida y trabajo.
Llegan a la línea fronteriza venidos de todos los rincones del País y por todos los medios que le han sido posibles. Esto incluye largas caminatas de días y días bajo las inclemencias del sol, la lluvia, la noche a la intemperie. Bajo la mirada indiferente de unos, la mano solidaria de otros, y el pillaje, el chantaje y el maltrato de salteadores de camino y autoridades policiales y militares. Llegan con los cuerpos sudorosos, la ropa hecha harapos, los pies desgarrados y los estómagos vacíos. Llegan con los pulmones cargados del humo de la leña con la cual ahora se cocina porque no llega el gas doméstico; después de peregrinar por hospitales procurando inútilmente atención médica; expulsados por la angustia de no poder asegurar la educación, la salud, la alimentación, el vestido y el calzado para los suyos.
El empobrecimiento y el hambre también son crímenes de lesa humanidad y nos emplazan a buscar salidas urgentes a esta dramática catástrofe
En la frontera intercambian saludos y buenos deseos, miradas compungidas hurgando en los escondrijos en busca de certezas, información y pareceres que anuncien buenas nuevas. No obstante, unos y otros, probablemente, ya conocen la noticia de que dos compatriotas, quienes trabajaban como maleteros en la trocha de La parada, allí mismo, en el límite con Colombia, murieron asesinados hace poco. También saben –porque la crueldad del hecho provocó una repulsa internacional– que el gobierno de Trinidad y Tobago recientemente expulsó a un grupo de connacionales, entre quienes se encontraban 16 menores de edad, incluido un bebé de cuatro meses, y nueve mujeres, lanzándolos al mar en frágiles peñeros. Como respuesta al escándalo generado, y al reclamo enérgico de los organismos internacionales, varios días después el gobierno caribeño aliado del régimen de Maduro deportó a 160 venezolanxs más.
También deben haber oído que en el estado Miranda, en el transcurso del mes de septiembre murieron 18 infantes por desnutrición, según reporte del Comité de Alimentación de la ONU; mientras la dirigencia sindical del magisterio denunció que en días recientes dos educadores más se quitaron la vida, rendidos ante los rigores de la crisis. Pero el caso que más pesa en el morral de la memoria es el de los hermanos Rafael y Silvia Sandoval, dos ancianos que fueron encontrados muertos en su apartamento de Puente Hierro, en Caracas. Primero se les murió el alma de abandono y soledad, luego se les paró el corazón porque no pudo resistir más el ayuno forzado.
Noticias como estas empujan al destierro a quienes se van huyendo de la crisis, pero no detienen a los que regresan después de haber probado suerte sin éxito en otras latitudes. Entretanto, ACNUR llama a proscribir la indiferencia ante la diáspora venezolana y el gobierno de Chile responde suspendiendo el otorgamiento de la Visa de Responsabilidad Democrática y su parlamento aprueba una nueva Ley de Emigración y Extranjería que impone severas restricciones a quienes aspiren ingresar a ese país y endurece aún más los controles fronterizos. En medio de tanta paradoja, y en sintonía con el clamor de ACNUR, Mario Vargas Llosa afirma: “América Latina y el mundo tienen una deuda contraída con Venezuela, porque le abrió sus brazos a inmigrantes de todos los rincones del mundo que fueron a disfrutar de sus riquezas”.
Tenemos una economía en ruinas que combina la más alta inflación del planeta con la más honda depresión económica entre todos los países, un colapso general de todos los servicios públicos y más del 90% de los hogares venezolanos en situación de pobreza de ingresos, de los cuales el 46% constituye pobreza crónica, según ENCOVI. Los órganos calificados de la ONU han advertido desde hace largos meses acerca del peligro de una crisis de hambruna en Venezuela. Acaso los hechos reseñados, apenas una pequeña y dolorosa muestra, sean el preludio de esta crisis. El empobrecimiento y el hambre también son crímenes de lesa humanidad y nos emplazan a buscar salidas urgentes a esta dramática catástrofe.
Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular
ACERCA DEL AUTOR:
Rafael Venegas
Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.