César Rodríguez Garavito | Tan elocuente como el último informe de la OEA sobre la extinción de la democracia y los derechos humanos en Venezuela ha sido el silencio de muchos sectores progresistas latinoamericanos, incluyendo organizaciones de derechos humanos. Escribí aquí hace dos años que guardar silencio sobre las víctimas venezolanas contradice los principios elementales de la defensa de derechos humanos. Defensa que “debe tener una base amplia, internacional y no sectaria”, como dijo Peter Benenson cuando fundó Amnistía Internacional en 1961, justamente para abogar por prisioneros políticos como los 2.732 arrestados el año pasado por el Gobierno venezolano, según cifras de la ONG Foro Penal.
Además de incongruente, la omisión tiene un efecto político perverso: cederle la vocería crítica a la derecha, menos interesada en los derechos humanos que en usar políticamente el fantasma de Venezuela para sus causas electorales. De ahí que en Colombia la crítica contra el régimen de Maduro se la haya apropiado el uribismo, que desde el gobierno también persiguió a la oposición, concentró poderes en manos del presidente y reformó la Constitución fraudulentamente para perpetuarse en el poder. Los defensores de la democracia y los derechos que nos opusimos a Uribe deberíamos ser los primeros en denunciar lo que está pasando en Venezuela.
Hoy en Venezuela ningún ciudadano tiene posibilidades de hacer valer sus derechos; si el Gobierno desea encarcelarlos, lo hace; si desea torturarlos, los tortura; si lo desea, no los presenta a un juez; si lo desea, no instruye acusación fiscal.
Y lo que está pasando es mucho más grave de lo que se piensa. Hay que leer las 75 páginas del informe con que Luis Almagro, secretario general de la OEA, le pidió esta semana a los Estados miembros suspender a Venezuela de la OEA por haber violado todos los principios de la Carta Democrática Interamericana. La conclusión de Almagro es tan cierta como contundente: “El Estado de derecho no está vigente en Venezuela; ha sido eliminado por un poder judicial completamente controlado por el Poder Ejecutivo, que ha anulado cada ley aprobada por la Asamblea Nacional así como sus potestades constitucionales o los derechos del pueblo, especialmente sus derechos electorales. Hoy en Venezuela ningún ciudadano tiene posibilidades de hacer valer sus derechos; si el Gobierno desea encarcelarlos, lo hace; si desea torturarlos, los tortura; si lo desea, no los presenta a un juez; si lo desea, no instruye acusación fiscal. El ciudadano ha quedado completamente a merced de un régimen autoritario que niega los más elementales derechos”.
Por eso las organizaciones de la sociedad civil venezolana se unieron para respaldar el llamado de Almagro. Por eso Provea —una de las ONG de derechos humanos más reconocida de Venezuela— concluyó que el Gobierno Maduro “debe calificarse como una dictadura”. Una dictadura no a la manera de Chile o Argentina en los setenta, sino a la usanza del siglo XXI: con la fachada de tribunales, organismos de control, servicios de inteligencia, órganos electorales y otras agencias controladas plenamente por el Gobierno.
A lo largo de las décadas, Venezuela acogió a las víctimas de otros países del vecindario, como los exilados de las dictaduras del Cono Sur y los desplazados colombianos. La reciprocidad con los venezolanos es el deber elemental de solidaridad y gratitud.
Artículo publicado también en El Espectador