Delta Amacuro, región ubicada a 645 kilómetros de Caracas, la capital de Venezuela, es asiento de la comunidad indígena más grande del país: los warao, gente de agua, etnia que hoy en día se ve atacada por las epidemias
Mabel Sarmiento Garmendia, especial para Provea
Fotos Mabel Sarmiento
Un imponente Orinoco reposa ante la mirada de quienes se paran en el paseo Malecón de Tucupita.
A las 5:00 p.m. el ocaso se asoma y las tonalidades de colores amarillos, rojos y naranjas hacen contrastes con el marrón del soberbio caudal y el verdor de la densa vegetación que se despliega a lo ancho y largo del caño Manamo, que hace frontera con el estado Monagas.
Curiaras van y vienen, en su mayoría tripuladas por mujeres y niños que buscan sustento en Tucupita, la capital de Delta Amacuro. Incluso abuelas empujando las canaletas llegan hasta la orilla con el objeto de vender pulseras y cestas, el único sustento económico que tal vez recibirán en días.
También llegan repletas de familias que aprovechan las pocas embarcaciones que salen para poder hacer trámites como sacar cédulas y partidas de nacimiento. Cuando llegan, luego de 24 o 48 horas de navegación, se enfrentan a las barreras burocráticas y tecnológicas del sistema: tienen que pedir la cita por la plataforma del Saime.
Mientras logran cumplir con ese requisito pasan dos o tres días durmiendo en el arenal que bordea el malecón.
Todas esas personas que trae el río se asientan en la orilla con sus mantas y chinchorros, fogones para el arroz, las arepas y el ocumo, pescan, beben agua del río y hacen sus necesidades a la intemperie; mientras los niños se dan chapuzones al compás del atardecer.
Algunos, por no decir muchos, no saben leer ni escribir, y tampoco recuerdan la fecha de nacimiento, situación que dificulta agilizar los trámites.
Aunque con estos grupos siempre va un criollo que conoce la ruta administrativa y los ayuda a gestionar los documentos, no siempre logran completar el objetivo. De seis u ocho indígenas que intentan sacar los documentos, siempre se regresan a la selva dos sin sus papeles de ciudadanía, muchos de son niños a quienes el artículo 56 de la Constitución nacional estipula que “toda persona tiene derecho a obtener documentos públicos que comprueben su identidad”, lo que supone que todo venezolano puede optar de manera oportuna a una partida de nacimiento, cédula de identidad o pasaporte.
Pero las historias de estos nativos sirven para documentar el patrón sistemático que tiene el estado venezolano, con mayor esfuerzo desde 2016, de no garantizar derechos humanos fundamentales como la obtención de alguno de estos papeles, en especial a la población infantil sobre la cual la Convención sobre los Derechos del Niños, que articula un conjunto de derechos sobre la base de cuatro principios fundamentales, entre ellos el interés superior del niño, la supervivencia y el desarrollo.
En medio de todo este cuadro, que muestra una estampa de la decadencia del delta, fue asombroso ver que entre las precariedades y el atraso tecnológico, los indígenas buscaron solución para mantener una conexión con la realidad; y más que para cargar los celulares, usan un panel solar que compraron por 20 dólares a los comerciantes chinos de Tucupita, que les sirve principalmente para escuchar música y los programas radiales.
Azotados por los problemas
Aunque ese relato es parte de una estampa colorida y original, nos habla de una cultura que se niega a morir: son los warao del Delta del Orinoco que deambulan descalzos mostrando sus collares y pulseras, cargando niños desnutridos, con hambre, curtidos por la tierra y el sol, balbuceando frases de sus lenguas, unos pidiendo, otros vendiendo, la mayoría abandonada y fuera de las políticas gubernamentales.
La falta de servicios de salud en sus comunidades los hace más vulnerables. Se ven llenos de piojos, con enfermedades en la piel, padecen de fiebre, vómito, diarrea, tuberculosis, neumonía.
El 14 de abril de 2024, los Misioneros de la Consolata en Venezuela denunciaron la muerte de varios niños indígenas de la etnia Warao, a causa de una enfermedad aún desconocida. El P. Andrés García, indicó que “el dolor de las familias es inmenso” y exigió a las autoridades que remedien la situación.
La Misión Consolata, que trabaja con los indígenas venezolanos desde hace varios años, indicó en una publicación en su página web que los niños que han fallecido —según sus familiares y amigos— tenían los mismos síntomas: fiebre, dolor de cabeza y de cuello, convulsiones y, ya cerca de la muerte sienten opresión en el pecho.
“Los niños fallecen en 72 horas. En los últimos días también algunos adultos están sintiendo los mismos síntomas”, afirman los misioneros.
La Red por los DDHH de niños, niñas y adolescentes (REDHNNA-Venezuela), en su cuenta X el 18 de abril informó que el Estado seguía sin esclarecer la muerte de 12 niños warao, habitantes de las localidades Sakoinojo, Yorinanoko y Mukoboinai; e informó que desde el pasado 9 de abril, una comisión de la Dirección Regional de Salud del estado Delta Amacuro se encuentra en la zona.
En efecto, la gobernadora del estado, Lizeta Hernández, el 15 de abril por la noche reconoció que se trata de “un brote con signos y síntomas característicos propios de la zona”, cuya patología está por determinarse.
Señaló que la Dirección Regional de Salud recibió el reporte el 7 de abril. La alerta la generaron varios caciques que se acercaron a Tucupita, desde donde “inmediatamente se activó una comisión que viajó hasta la zona afectada el 9 de abril”.
Para ese momento dijo que los síntomas de la enfermedad, por determinar oficialmente luego de que las pruebas sean analizadas en Caracas, son de carácter respiratorio, a los que se suman vómito y un cuadro diarreico. “Es un brote de una enfermedad por determinarse, por lo que no puede llamarse epidemia o endemia, porque sólo afectó a una parte de una comunidad, en niños entre 0 a 12 años de edad”, acotó.
Lo anterior dice que tener una vida digna y plena, vivir en un medio ambiente sano y limpio y disfrutar del contacto con la naturaleza, es algo que los warao no tienen.
De nuevo, en estas comunidades encontramos otro patrón que marca la violación de derechos humanos y es el no cumplimiento de la protección a la salud, que debe garantizar el Estado (artículo 83 de la Constitución).
Este derecho no es sólo tener acceso a un médico sino a las medicinas y a una estructura hospitalaria con todos los requerimientos técnicos necesarios para un servicio de calidad y en el Delta esto no se cumple.
La vida en el caño Manamo
Entre el 19 y el 22 de febrero de 2024, parte del equipo de las organizaciones Sinergia, Odevida y Provea pudo visitar seis comunidades que hacen vida en los caños, una cuyo modo de vida se hace sobre los palafitos, y lo primero que salta a la vista es el nivel de marginación en el que se encuentran.
Con una población infantil mayoritaria las enfermedades son una bomba de tiempo. Al mismo Cosmel Tovar, líder de la comunidad, se le han muerto tres hijos luego de padecer afecciones gastrointestinales.
También los adultos sufren por la contaminación del agua, están mal nutridos y resistiendo el embate con el uso de medicinas ancestrales. Cuando llegan a Tucupita, van muy descompensados y luego no pueden comprar las medicinas que les recetan en una hoja de papel que ellos mismos deben llevar.
Hay personas con síntomas de hipertensión y diabetes, pero no lo saben porque tienen tiempo que no va una jornada de salud a este caño. En consecuencia, se automedican con plantas que tienen efectos inocuos.
Eso está pasando con las enfermedades respiratorias que se han convertido en un problema de salud en el área y más con la cantidad de incendios forestales, muchos provocados por el avance de los conucos. Cuando llegan a los hospitales les diagnostican bronquitis o pulmonía y terminan falleciendo.
En las riberas de San José la realidad empeora. Los cuadros de malnutrición saltan a la vista. Niños de un año que aparentan tener seis meses.
En estas zonas el consumo de ocumo es vital, al igual que las curiaras, aunque el esfuerzo por navegar les tome tres días. Por eso, los niños mueren en brazos de sus madres.
Quienes hablan por las comunidades, no manejan un censo con exactitud de las poblaciones que habitan en esa zona deltana. Conocen más de cerca su caserío, pero porque llevan una data de los niños, niñas y adolescentes (NNA) que van a las pocas escuelas existentes.
Por ejemplo, en la comunidad de San José (de palafitos) hay cerca de 70 niños, y en Wakajarita, 239 personas en edad escolar.
En Santo Domingo, del lado de Monagas, que es uno de los pocos asentamientos donde se hicieron casas de bloques (37 en total) viven 198 familias.
Pero a pesar del cierto orden que muestra este urbanismo, no hay pocetas ni pozos sépticos, no hay agua potable y el ambulatorio no tiene medicinas.
En la época de Chávez el gobierno regional comenzó a perforar pozos subterráneos, instaló bombas que nunca pusieron en funcionamiento y hoy están azotadas por la corrosión ambiental. En consecuencia, esta comunidad se surte del río para saciar todas las necesidades: tomar agua, cocinar, bañarse.
En Wakajarita docenas de niños y niñas reciben clases bajo una choza, sentados uno al lado del otro en un largo tronco, descalzos y atentos a lo que el maestro les dice en lengua nativa.
El currículo es básico, aprenden vocales y consonantes y sobre la cultura originaria, como cantos, bailes y el arte de la cestería.
El vínculo cercano con el mundo occidental es la vestimenta, pero por lo general el hábitat es completamente rudimentario, viven como conuqueros, crían cochinos y los hombres se dedican a la pesca.
A pocos metros siguiendo el surco del río hacia su embocadura en el Golfo de Paria, se encuentra Wakajarita, también con casas de cemento, algunas sin puertas ni ventanas, llenas de chinchorros y una muchachada que corre de un lado a otro cuando ven llegar las lanchas.
La subsistencia se la deben a la palma de Moriche. De hecho todas las mujeres y sus hijas más grandes se dedican a la elaboración de artesanía.
Luego de recorrer estos poblados, sigue La Ensenada, una pequeña comunidad que funcionó como campamento para quienes navegaban la ruta hacia el golfo. Es el único asentamiento donde hay una poceta y también una planta solar grande.
De los caños no pueden movilizarse como quieren ni cuando desean, porque no hay transporte fluvial. El costo del gasoil y de los motores fuera de borda merma la actividad, además de la inseguridad provocada por bandas que trafican hacia Trinidad y Tobago.
Los warao del delta, hoy en día, viven en un ecosistema frágil, en el que se observa el abandono de sus medios tradicionales de subsistencia. Se les observa marginados y enfermos. La decadencia se impone, en estos venezolanos del agua.
Las mujeres además inician a temprana edad su actividad sexual, pues la cultura warao mantiene la costumbre de que las niñas y adolescentes una vez tengan su primera menstruación, sus familias las preparan para tener sus hijos y formen su propia familia. Incluso algunas son intercambiadas por “bendiciones” que se traducen en la entrega de bienes e incluso dinero para los jefes de hogar que generalmente suelen ser hombres.
La cosmovisión de los hombres de la comunidad warao guarda el esquema que las mujeres están hechas para parir y ser cuidadoras del hogar, además son las responsables de buscar y preparar la comida.
Esta creencia, junto a la falta de acceso a la educación y atención médica en materia sexual y reproductiva, son el escenario perfecto para que existan familias muy numerosas, embarazos no deseados, además de infecciones de transmisión sexual. De hecho en las comunidades se habla de casos de VIH que no están siendo atendidos.
Un ecosistema frágil
Delta Amacuro, estado situado al este de Venezuela, es una zona rica en diversidad biológica, en su seno alberga el río Orinoco que, en su esencia, es uno de los más grandes del mundo, rodeado de numerosas especies animales y de una mítica selva tupida.
Este estado tiene una superficie de 40.200 km², que en términos de extensión es similar a la de Suiza. De esa totalidad el río Orinoco ocupa una superficie de 18.810 km².
El Orinoco se divide en aproximadamente 60 caños y 40 ríos que atraviesan 41.000 kilómetros cuadrados de islas selváticas, pantanos y lagunas.
Su capital es Tucupita, fundada en 1848 por gente oriunda de la isla de Margarita. El estado limita por el norte con el Golfo de Paria y, con el mar territorial de por medio, con la República de Trinidad y Tobago; por el sur con el estado Bolívar; por el este con el Océano Atlántico, por el sudeste con la República de Guyana y por el oeste con el estado Monagas.
Tiene cuatro municipios: Antonio Díaz Curiapo (donde habita más de 50 % de los warao), Casacoima Sierra Imataca, Pedernales y Tucupita; y 21 parroquias.
Warao es una autodenominación que significa gente de canoa. Son la segunda etnia más grande del país, aproximadamente 26 mil hombres y mujeres según el censo de 2011, distribuidos en el Delta, Monagas y Bolívar.
Los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) para 2011 documentan que el estado tenía una población de 86,487 habitantes (criollos y nativos). Con la emergencia humanitaria compleja (EHC) se dio un éxodo no solo al interior de la república, sino también a Brasil, Guyana y Trinidad y Tobago.
Una investigación de la organización Wataniba, publicada en julio de 2022, reseña que el Delta ha experimentado impactos socioambientales importantes.
Especifica que la intensificación de la actividad petrolera y el uso del fuego como una estrategia para la caza de fauna silvestre y para limpiar terrenos para la agricultura, por ejemplo, han puesto a esta región “en una situación crítica”.
En esta tierra de agua lo que salta a la vista son las precariedades de las comunidades indígenas que sobreviven a la intervención minera, contrabando incluso de aves protegidas y a la desidia gubernamental. El caño Manamo, en especial, tiene una historia relacionada con la tragedia. En 1965, sobre su correntía se produjeron modificaciones ambientales que dejaron efectos a largo plazo sobre los warao.
Para esa fecha, fue intervenido por la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), órgano que cerró el curso natural con la construcción, durante el año 1966, de un sistema de dique-carretera de 500 metros de extensión.
Dice la ONG Wataniba en una publicación en su web de fecha julio 2022, que a menos de dos años después de ese cierre, “se inició una progresiva salinización de las tierras cercanas a los caños, por los cuales ya no circulaba suficiente agua dulce proveniente del Orinoco. Este proceso afectó, por un lado, a la vida animal y vegetal de los caños y sus orillas, y por otro, a las poblaciones indígenas, que perdieron su principal fuente de subsistencia«.