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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

“Bajo los adoquines hay una playa” fue una de las frases inmortalizadas del llamado Mayo Francés, en 1968. La rebelión estudiantil descubrió que las baldosas, arrancadas del piso para construir barricadas, estaban colocadas sobre arena. La consigna transpiraba la crítica al urbanismo moderno desarrollada por los situacionistas, circulada previamente en diferentes impresos entre la muchachada. En este 2023 luego de leer el libro de Ronna Rísquez, “El Tren de Aragua”, intentaba conjugar una frase con un sentido similar: Bajo el conflicto político venezolano sobreviven los restos de un país. El país que describen sus páginas, un territorio controlado casi en su totalidad por grupos al margen de la ley, espanta. La ignorancia de ese nivel de deterioro nos ha salvado de la locura.

El texto es el resultado de la paciente articulación de un trabajo periodístico minucioso, realizado en la última década, en colaboración con medios de investigación de varios países, incluyendo el nuestro. No podía ser de otro modo.

El Tren de Aragua se ha convertido, en tiempos de autoritarismo y emergencia humanitaria compleja, en nuestro principal modelo de exportación regional, por encima del know how energético: Alerta, alerta que camina, el “Niño guerrero” por América Latina. Cómo documenta el libro ya con presencia en 9 países del continente, con una fuerza calculada en 2.000 hombres dentro de las prisiones venezolanas y 3.000 más repartidos en 13 estados del país y en el extranjero. Según los computos dicha estructura generaría 15 millones de dólares al año, de los cuales 3,6 millones serían por recaudación de la “causa” a los presos de su centro penitenciario matriz, la Cárcel de Tocorón en el estado Aragua.    

Las irregularidades en el Sistema Penitenciario Venezolano no fueron invención del chavismo en el poder. En 1997, como relata la periodista, ocurrió dentro de La Planta el primer ataque con granadas dentro de una cárcel en el país. Según el Informe Anual de Provea de ese intervalo había 16.176 personas privadas de libertad en 32 cárceles venezolanas, 57.7% de ellos en situación de hacinamiento (9.335 personas). 68.6% esperaban una condena y 207 fueron asesinados en el año 1996. La figura del “Pran” era inexistente. Diez años después, Rísquez relata su visita a la cárcel El Rodeo II: “Aunque los problemas de las cárceles eran similares a los de 1997, el retardo procesal se había profundizado, el hacinamiento se había agravado y además ahora las armas de fuego habían sustituido definitivamente a los chuzos. La violencia se había multiplicado y la alimentación dependía cada vez más de los propios presos… El control de la GNB era notorio”. Según Provea en ese tiempo la población penitenciaria era de 21.097 reclusos y 498 habían perdido la vida dentro de los penales. La autora del libro resalta que “Allí todavía no había pran”. Para el año 2021, cuando visita la prisión de Tocuyito, el recinto estaba bajo el control del “pran Richardi”: “En 24 años -apunta- el control de las prisiones pasó de manos de un sistema con instituciones corruptas e ineficientes al control de militares corruptos de la GNB para finalmente terminar en una forma de gobernanza criminal impuesta y liderada por los pranes, en la que se fusionaron los escombros de la institucionalidad corrupta, una cultura que favorece las economías ilícitas y el autoritarismo”.  

Como plantea el editor en su prólogo “El Tren de Aragua es una manifestación de una situación que lo trasciende, que le dio origen, y que lo protege”. La emergencia del fenómeno fue catalizada por la creación de las llamadas “Zonas de paz” en 2013, una idea robada a la Nasa (#sarcasmo), en la que las autoridades cedieron control territorial a cambio de la disminución de los homicidios y la neutralización de la oposición en las comunidades. En el libro, por citar sólo un ejemplo, se registran testimonios sobre el uso de privados de libertad contra las protestas de los años 2014 y 2017. A partir del año 2008 se ubica la expansión del “pranato” a las cárceles del país, bajo el Ministerio de Servicio Penitenciario regido por Iris Varela.

Para Rísquez el Tren de Aragua eclipsó a otras estructuras similares tras desarrollar dos habilidades: La capacidad de adaptación y la capacidad de negociación para lograr alianzas: “En los países donde se les detiene aparecen involucrados en una docena de delitos, pues tienen un portafolio de más de 20 actividades ilegales que les generan rentas”. Lamentablemente, esa versatilidad identificó en la crisis migratoria venezolana una gran oportunidad de negocios. Es curioso, por decir lo menos, que el despegue del grupo coincida con el gobierno regional de un prominente político bolivariano hoy caído en desgracia.

Como recuerdan las amenazas recibidas por Ronna, antes de la salida del libro, escribir sobre “El Tren” es una actividad de riesgo. En algunos pasajes describe los malabares para lograr los testimonios de víctimas, aterrorizadas por lo que les pudiera pasar a ellos o sus familiares. La profundidad de la arquitectura de ilegalidad descrita nos recuerda que la transición en nuestro país no será un suceso (cambiar de signo la presidencia de la república), sino un largo y paciente proceso que demandará el concurso de todas las personas de buena voluntad y conocimiento posible.

No hablar de los problemas no hará que mágicamente desaparezcan. Aunque sea un conocimiento doloroso, el libro de Rísquez abre una ventana sobre una situación que debemos afrontar: El deterioro de las condiciones de vida de los venezolanos en su cotidianidad concreta. Intelectuales, académicos, periodistas e investigadores tienen un espacio propicio para el aporte.  No hay que argumentar demasiado la necesidad de crear conocimiento. El detalle es a quien beneficia que permanezcamos en tinieblas.

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