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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | Quien haya seguido la serie televisiva “The Walking Dead” sabe que no se reduce al apetito voraz de zombies comegente sino, especialmente, a las relaciones y conflictos entre las personas en situaciones límite. Es fácil la analogía entre un apocalipsis caníbal y la situación actual de la Venezuela bajo Cuarentena por el coronavirus: Refugiados en nuestras casas, intentando estar a salvo de otras personas que han enfermado por la pandemia, haciendo incursiones puntuales al exterior por alimentos y otras necesidades. Como el seriado sugiere hay dos posibilidades para sobrevivir: La cooperación o el conflicto. O dicho en otros términos, el apoyo mutuo o la supervivencia de los más aptos. En el caso venezolano, después de dos décadas de “socialismo”, paradójicamente, está primando lo último.

Desde la comodidad teórica de los escritorios del progresismo en Harvard, donde al parecer quedan entusiastas del chavismo, se pudiera suponer que todas esas organizaciones comunitarias que tanto propagandeó el bolivarianismo, en sus días de gloria, hoy están activadas en la pandemia. Según cierta narrativa, todo lo que no se pudo hacer en Rusia, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Chile y Corea del Norte, floreció a partir de 1999 en Venezuela. Luego del golpe de Estado de 2002 aterrizaron en Caracas los nostálgicos de las Brigadas Internacionales, documentalistas y académicos con deseos de ser protagonistas y testigos del país cuyo “poder popular” le torcía el brazo al neoliberalismo intergaláctico. Desde el supuesto cuarto millón de cooperativas existentes, según la exultante cifra de medios estatales en 2006, los relatos que se difundían en el exterior hablaban de fábricas expropiadas por sus trabajadores, con soviets que duplicaban la gris producción previa capitalista; Comunas autosustentables en la ciudad y ecológicas en el campo; Núcleos de Desarrollo Endógeno donde se había abolido el dinero y las clases sociales; Piquetes de alfabetización que llegaban hasta los sitios más recónditos del país para liberar a los desheredados de la oscuridad y “colectivos” de artistas, artesanos y gestores culturales que hacían de cada día un acontecimiento extraordinario, nada más y nada menos, la Revolución en mayúsculas.

Hoy, bastante poco queda de todo aquello. Los locales donde crecía el hombre y la mujer nuevas, están cerrados. Los turistas revolucionarios dejaron de venir al país. Los protagonistas de esos documentales y reportajes, que dieron la vuelta al mundo, se fueron como migrantes. Y los medios progresistas han bajado a Venezuela de los titulares de primera página a la discreta columna de obituarios y sucesos parroquiales. En momentos en que más se necesita de un tejido asociativo de base -un país en Emergencia Humanitaria Compleja sufriendo un virus pandémico-, lo único socializado es el principio de “sálvese quien pueda”. Si los cambios en la cultura son más perdurables que las transformaciones políticas pudiéramos preguntarnos si en la actualidad somos un país más o menos solidario en comparación a 1998. La respuesta puede ser devastadora. Y para quien esto escribe, parte de las consecuencias del daño antropológico instalado entre nosotros.

No se puede negar que el chavismo, como fenómeno sociopolítico contó, en sus inicios, con una importante capacidad de convocatoria y generó respuestas movimientistas cuya energía fue devorada no por un zombie, sino por el Drácula del stalinismo y el espíritu cuartelario. Sin embargo, aquella fotografía entusiasta de abril de 2002, cuando decenas de personas se movilizaron genuinamente contra “el golpismo” y en defensa de la Constitución de 1999, no se convirtió en una diapositiva eterna, congelada en el tiempo. Para quien haya seguido con atención la situación política de nuestro país se percató que a partir del 2007, luego del referendo para cambiar la Constitución, comenzó la desbandada dentro de las propias filas del chavismo, transformado en tsunami tras la desaparición física del caudillo y la aparición de la crisis económica.

Una de tres. O aquellas expresiones organizativas fueron agigantadas por el arte de la propaganda, o fueron mantenidas artificialmente con dinero en época de vacas gordas o realmente intentaron existir pero fueron asfixiadas por lo que Cecosesola, la cooperativa con más de 4 décadas de existencia en el país, ha diagnosticado como razón para la frustración de nuestros proyectos bienintencionados: La cultura de la “complicidad parasitaria”. También, claro está, pudiera ser un poquito de las tres.

Hoy, cuando la población pasa necesidades de todo tipo, hasta el punto de obligarla a escaparse caminando a otros países, es cuando más hubiéramos necesitado tanto de esos emprendimientos como de sus supuestos valores colaborativos subyacentes, que fueron infantilizados, vaciados de contenido y corrompidos por el chavismo realmente existente. Quien busque hoy un plato de comida no lo encontrará en las ollas populares de los camaradas, sino en los comedores de las iglesias de siempre. El “Poder Popular”, un subterfugio para actualizar la dictadura del proletariado, como el Frankenstein que es, para respirar necesita recibir corriente eléctrica desde arriba.

Como dice Fito no todo está perdido y hay quién sigue ofreciendo corazón, a pesar de todo. La cultura de compartir con los más necesitados, que hizo posible la base material petrolera de tantos años, no ha desaparecido del todo en Venezuela. Sólo para citar un ejemplo que conozco, la campaña #QuedateEnCasa ha sido promovida en el país, en una holgada mayoría, por actores no estatales, por creadores y gestores que han ofrecido, gratuita y voluntariamente, creaciones para que sus paisanos se mantengan entretenidos y resguardados. Pero quien quiera ubicar a personas distribuyendo comida a ancianatos o médicos atendiendo a pacientes que no tienen dinero para la consulta, por decir sólo dos, los encontrará. Nuestro punto es que el daño antropológico intervino a tal punto la manera en que nos relacionábamos, que desmanteló la capacidad empática con el otro que habíamos desarrollado, posibilidad de intercambiarse zapatos que hoy sería de muchísima utilidad. Y nos ha dejado casi huérfanos para, en medio de la catástrofe, revertir el conflicto por la cooperación.    

Pero como The Walking Dead también muestra, el ser humano es irreductible en su voluntad de superar las adversidades. Y a pesar de la pulsión de muerte viralizada por el autoritarismo, hay una Venezuela que continuará, pacientemente, esperando por nosotros.

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