César Rodríguez | Ayer se cumplieron dos meses ininterrumpidos de protestas de los ciudadanos venezolanos contra el Gobierno de Nicolás Maduro. Los medios y el debate público se han centrado en el saldo trágico de la respuesta desproporcionada e ilegal del Gobierno: un muerto diario, 2.977 detenidos, 355 civiles llevados irregularmente ante tribunales militares.

Pero si se mira más allá del humo de los gases lacrimógenos en las fotos indignantes de protestantes heridos, se puede ver el significado más hondo del ciclo de protestas. Como ha dicho Provea, el conocido centro de investigación-acción venezolano, se trata de la primera rebelión popular del siglo XXI en ese país. Y una de las más intensas, prolongadas e innovadoras de este período, comparable a la ola de protestas de los indignados en Europa y la Primavera Árabe.

La inmensa mayoría de quienes marchan no son políticos profesionales de oposición, como dicen el Gobierno y sus defensores. Son jóvenes apoyados por sus padres, sus abuelos, chamanes indígenas, músicos espontáneos o ciudadanos de a pie abrumados por la escasez de las cosas más básicas para vivir y asfixiados por un régimen que les cierra los espacios elementales de participación, como las elecciones regionales que aplazó indefinidamente. Por eso, porque el descontento es jalonado por la generación milenaria, los medios dominantes de la movilización son digitales: marchas coordinadas por WhatsApp, tiras cómicas críticas que se vuelven virales por Facebook, conteos instantáneos vía Twitter de los protestantes detenidos.

Hay cierta ironía triste en el hecho de que el desafío más formidable que haya enfrentado el chavismo venga de una rebelión del siglo XXI. Porque la promesa inicial del socialismo del siglo XXI fue profundizar la democracia para incluir sectores como los que hoy salen a las calles: la promesa de la Constitución de 1999, que los primeros años de gobierno de Chávez alcanzó a impulsar y que le costó un golpe de Estado.

Pero mucho antes de su muerte, Chávez dio el giro hacia la inclusión social a costa de la democracia y la inclusión política. Y Maduro apuntilló el ocaso de la promesa, con la mezcla actual de exclusión social y exclusión política, que se sostiene gracias a la militarización del Estado venezolano encarnada en el Plan Zamora y el régimen permanente de estado de excepción. De ahí que Provea, con la prudencia y la independencia política que la caracteriza, concluyó en octubre pasado, cuando se suspendieron las elecciones regionales, que Venezuela había entrado en una dictadura. Una dictadura del siglo XXI: con las formas mínimas del Estado de derecho (un parlamento, un sistema judicial, etc.), pero controlado plenamente por el Ejecutivo y las Fuerzas Militares.

Los episodios más recientes confirman la tendencia: mientras que los protestantes siguen a diario en las calles, el Gobierno avanza en su plan de desmantelar la Constitución Bolivariana de 1999 mediante un procedimiento que la viola abiertamente. Hoy son los rebeldes del siglo XXI quienes defienden la democracia y los derechos humanos, contra los herederos del socialismo del siglo XXI que abdicaron de su promesa democrática.

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