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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Mis abuelos fueron andinos merideños ligados a la tierra. Campesinos, pues. Mi padre fue el primero en la familia que, por la universalización de la educación gratuita promovida por la naciente democracia, pudo graduarse en una universidad. Sin embargo, aquello que debía ser motivo de orgullo -que mi estirpe resumiera biopolíticamente la historia de Venezuela en el siglo XX- fue vivida, reiteradamente, como vergüenza. En más ocasiones de las que logro recordar escuché, directa o implícitamente, que la categoría “clase media” tenía una connotación negativa. Que era algo oscuro, malo. Lo curioso fue que siempre lo oí de personas que eran “no pobres no ricas” -como la categoría económica clase media fue definido en 2013 en un documento del Banco Interamericano de Desarrollo-. Clase media era traducido, por el izquierdismo reinante en universidades y ghettos culturales como “pequeño burgués”. Y por supuesto, nadie quería estar ligado a tal anatema.

Algunos ejemplos. Aquella vez que una directora de una ONG de derechos humanos comentó lánguida y pesadamente, en una actividad pública, que “la estrategia de educar a la clase media había fallado”, para justificar su adherencia a un chavismo que empezaba a gobernar. En otra ocasión conocí a un activista progresista argentino, que no vivía en una Villa precisamente, que había escrito un libro para “demostrar” que la clase media nunca había existido, que era una mera ilusión promovida por el capitalismo salvaje. O más recientemente como un profesor universitario, con domicilio en el este de la ciudad de Caracas y cuyos ingresos principales provienen del alquiler de inmuebles por la misma zona, despotrica a través de un usuario anónimo en twitter sobre los males que expelen la respiración de la clase media capitalina. En la Venezuela de la socialdemocracia petrolera del siglo pasado, por las evidencias, había dos cosas políticamente incorrectas: Reconocerse “de derechas” y asumirse “de clase media”.

Uno de los éxitos comunicaciones de Hugo Chávez fue haber trascendido este esquizofrénico doblepensar -habitar cómodamente en una urbanización afirmando el deseo de vivir en un barrio- y asumir como eje político narrativo el imaginario popular. La verbalización del “ser rico es malo”, a partir del año 2003, tuvo múltiples consecuencias simbólicas, comunicacionales y prácticas que ayudaron al atornillamiento del chavismo en el poder. No obstante, como hipótesis, postulamos que este imaginario, tanto como proyecto político como anhelo compartido por la sociedad, se ha agotado. En la Venezuela de la Emergencia Humanitaria Compleja y la erosión de la institucionalidad democrática, la nueva demanda aspiracional sería un imaginario diferente: El de clase media. El complemento de aquella frase, “ser pobre es bueno”, ya no conecta.

¿De qué hablamos cuando decimos clase media en Venezuela? Un trabajo de Omar Zambrano y Hugo Hernández para el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) nos da algunas coordenadas. Luego de tener “la más grande, sólida y próspera clase media de la región” el chavismo transformó radicalmente esta situación. Saltándonos los diferentes análisis estadísticos del documento, abreviamos: 9 de cada 10 familias que era considerada de clase media a principios de la década pasada ya no lo es. Según la definición absoluta de “seguridad económica”, planteada por López-Calva y Ortiz-Juarez, una persona de clase media ganaría un rango diario ubicado entre 10$ a 50$. Para el año 2010 el 62% de la población tenía ingresos en este rango, mientras que para el año 2020 disminuyó a 15,5%, 1.870.000 personas si damos por buena la cifra de población de 29 millones. Para esa fecha el ingreso promedio fue de 15,4$ por día.

Aunque siga vigente el clisé de la clase media venezolana mayamera de los 70, sintetizada en la “doña de El Cafetal”, como todo en el país ha cambiado. Los dos autores modificaron el “índice de clase media multidimensional”, cuyo cálculo exigía que los hogares no tuvieran interrupción de los servicios básicos, a uno adaptado a la realidad venezolana en donde “el hogar reporta un máximo de una interrupción semanal del servicio”, con lo que el porcentaje del total de población pasaría de 2.8% a 19.9%, respectivamente.

¿A qué nos referimos, entonces, cuando hablamos del imaginario de clase media en la Venezuela de 2023? Zambrano y Hernández señalan 10 indicadores de bienestar de la clase media con los que estamos de acuerdo: 1) Materiales del hogar, 2) Tenencia del hogar, 3) Fuentes de agua mejoradas, 4) Fuentes de saneamiento mejoradas, 5) Asistencia escolar infantil, 6) Rezago escolar, 7) Nivel de escolaridad de adultos, 8) Desempleo, 9) Formalidad del empleo y 10) Bienes durables. Lo que haya resignificado el zurdo de Sabaneta como “socialismo” está quedando atrás. Siguiendo este orden, hoy los deseos de la mayoría serían tener una vivienda digna y propia; con agua limpia saliendo de sus cañerías y un servicio eficiente de recogida de basuras; Con todos sus niños, niñas y adolescentes asistiendo a un centro educativo, sin retraso en los estudios; Que todos los adultos hayan podido finalizar sus estudios secundarios; Con empleo digno, estable y con salarios suficientes; Con familias que tienen las condiciones materiales para el buen vivir, incluyendo bienes propios como lavadora, nevera y automóvil. Agregaríamos un elemento adicional: Que el núcleo familiar pueda mantenerse unido, sin tener miembros obligados a migrar como estrategia de supervivencia.

“No existe hasta ahora un intento sistemático para definir, cuantificar y caracterizar la evolución de la clase media en Venezuela a la luz de los efectos de la crisis reciente”, nos dicen los autores. Todo está por comprender y explicar entre nosotros. El socialismo bolivariano realmente existente ha incitado, paradójicamente, una nueva utopía entre los venezolanos: Ese mítico y paradisíaco lugar, donde no falta el gas, la luz eléctrica y el agua, llamado clase media.



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