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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | Los últimos hechos ocurridos en Venezuela parecen congelar la posibilidad de un cambio político negociado a corto plazo. Sin embargo, la desesperación por lograr el cese de la usurpación no puede hipotecar los principios éticos y morales que, con mucha dificultad, se han ido incorporando en la narrativa de la ofensiva democrática en el país.

En la teoría sobre la acción colectiva, que intenta explicar por qué la gente se moviliza para exigir cambios en su entorno, se ha concluido que los agravios e injusticias sociales no son suficientes, por sí mismos, para iniciar una protesta masiva. Siguiendo la reflexión de Salvador Martí y Puig, académico de la Universidad de Girona en España sobre los movimientos sociales, para que se genere un movimiento por el cambio debe existir una conciencia de la situación, por un lado, y un discurso que interprete y comunique la relación de esa realidad injusta con las políticas emanadas por el poder de turno. Además de lo pedagógico, el discurso debe justificar, dignificar y animar a la acción colectiva. De esta manera tiene la capacidad de sacar el descontento individual del ámbito privado, donde se padece como consecuencia de una humillación, elevándolo a la dimensión pública como parte de un rechazo grupal al abuso, con lo que su expresión abierta se dignifica desde el “nosotros”. Al identificar un blanco para los agravios, el discurso también comunica las reivindicaciones y fomenta símbolos capaces de movilizar a la gente. 

Snow y Benford han señalado que un movimiento social es un actor político colectivo, creador de significados con el objetivo de desafiar los discursos sociales dominantes y exponer una forma alternativa de definir e interpretar la realidad. Por ello, tan importante es la acción política concreta como la elaboración de una narrativa que lo acompañe, la legitime y la refuerce. Este discurso crea una visión compartida para todos los que confluyen en el movimiento, utilizando elementos ya existentes en la sociedad (referentes culturales y episodios históricos), así como valores y principios que antagonizan con lo negativo que representa el poder de turno.

Para Gamson y Meyer “el discurso de los movimientos sociales debe incidir sobre tres aspectos que son esenciales para la acción colectiva: la injusticia, la identidad y la eficacia. El primero permite definir a ciertas condiciones sociales como problemáticas; el segundo persigue construir una identidad, un sentido de pertenencia entre los miembros del movimiento, un “nosotros” y un “ellos” sobre los que recae la responsabilidad por las condiciones adversas que se pretenden modificar; y finalmente, también es preciso que los integrantes y simpatizantes asuman que sus acciones pueden ser eficaces para conseguir los objetivos propuestos”. Estos dos autores identifican dos tipos de discurso: La retórica del cambio y la retórica reactiva. Esta última hace hincapié en los temas de riesgo (se pierde mas de lo que se gana), la conformidad (no existe oportunidad para el cambio) y los efectos perjudiciales (la actuación para el cambio no haría sino empeorar las cosas). En cambio, la retórica del cambio resalta los temas de urgencia (la inactividad es más arriesgada que la acción), la actividad (necesidad de aprovechar la apertura de oportunidades del momento) y la posibilidad (las nuevas oportunidades contrarrestan los posibles efectos perversos).

Construyendo el sentido al movimiento

Lo anterior nos ayuda a explicar el papel de las narrativas en el conflicto venezolano. En su mejor momento el chavismo fue un movimiento social no sólo porque tenía un líder carismático como Hugo Chávez, sino porque supo construir discursivamente un imaginario que mantenía movilizados y cohesionados a sus seguidores. Si recordamos, este discurso tenía una promesa de futuro, el “socialismo del siglo XXI”, cuya definición era tan ambigua que permitía ser completado con los propios deseos y expectativas de sus seguidores. Siguiendo la lógica populista de la controversia y la separación, definió perfectamente un “ellos” y “nosotros”. Además, utilizó diferentes referentes culturales (Mr Danger, Florentino y el Diablo por citar sólo dos) que ratificaban permanentemente el sentido del movimiento y transmitían a un público amplio los valores que enarbolaban y un fuerte sentido de pertenencia a la identidad “chavista”. La evaporación del chavismo como “movimiento” fue consecuencia de la desaparición física de Hugo Chávez, por un lado, la emergencia de la crisis económica que erosionó las políticas sociales que materializaban el supuesto interés en el bienestar del pueblo así como por los reveses electorales, corrupción y represión que disminuyeron sus bases de apoyo internacional. Hoy los mitos, rituales, símbolos y la promesa de futuro del chavismo han desaparecido, por lo que Nicolás Maduro no tiene la posibilidad de movilizar a amplios sectores de la sociedad por si mismo, por la sencilla razón que no representa un movimiento, sino que encabeza un gobierno basado en la represión y el temor.

En contraste, durante muchos años la oposición tuvo como principal argumento narrativo el rechazo a todo lo que representaba el chavismo. La principal debilidad de su cuerpo discursivo es que la oposición no sustituyó el vacío dejado por el bolivarianismo con su propia promesa de futuro en la que amplias mayorías del país se sintieran identificadas. Salvo el uso del tricolor, fueron las protestas de los años 2014 y 2017 que estimularon que el ciudadano común aportara el contenido faltante al movimiento de rescate por la democracia, generando símbolos, canciones, íconos y, lamentablemente, mártires. Todos los factores comenzaron a confluir para que los esfuerzos de rescate de la institucionalidad democrática se transformaran en un movimiento. Uno que comenzó a levantar principios morales (la no discriminación, la inclusión, igualdad de oportunidades, la libertad) que daban sentido a su acción.

Como bien lo sabe el chavismo, estos principios no son estáticos y deben ratificarse permanentemente, no sólo con hechos sino también con las palabras. Lo peor que le puede pasar al movimiento democrático que se opone a la dictadura de Nicolás Maduro es que, en el plano del discurso -que como vimos es fuente permanente de legitimación, adhesión y movilización- su antagónico comience a disputarle la propiedad de los valores éticos que le dieron origen. Podemos ser ineficaces en el logro de nuestros objetivos, pero abandonar el terreno de los principios por abrazar un pragmatismo cortoplacista es, sencillamente, suicida.

El liderazgo opositor perdió una oportunidad cuando decidió boicotear la propuesta de una tregua humanitaria y sumarse a la ofensiva lanzada por el Departamento de Justicia en Estados Unidos. El mensaje de fondo de la propuesta era que, en medio de la emergencia sanitaria, el bienestar de la gente estaba por encima de cualquier otra consideración. Juan Guaidó optó por hablar de la lucha contra el narcotráfico. Lo que interpretó un importante sector de la población es que la oposición usaba al Coronavirus como una herramienta para alcanzar lo que por su propia estrategia no había logrado. Y Maduro quedó como el adalid del interés por la gente, como recuerda cada vez que puede: “Estaba dispuesto a firmar un acuerdo humanitario y la oposición no”.

De los episodios recientes el retroceso más grave en la narrativa basada en los principios lo constituye la declaración dada por JJ Rendón, en ese momento parte del “Comité de Estrategia del gobierno interino”, al Washington Post a raíz de los hechos de Macuto: “Guaidó estaba diciendo que todas las opciones estaban sobre la mesa y debajo de la mesa.  Estábamos cumpliendo ese propósito”. En lo que es un acuerdo para reducir los daños, junto a Sergio Vergara renuncia a su cargo sin explicar con claridad su vinculación con el oscuro ex boina verde norteamericano Jordan Goudreau. La respuesta del presidente de la Asamblea Nacional aumenta el desconcierto: “Agradezco y reconozco el compromiso que han demostrado con Venezuela, así como el paso que dan en el marco de la lucha que estamos librando por la Libertad y la Democracia”. Ninguna amenaza de Maduro puede dinamitar el actual movimiento democrático como el respaldo a la estrategia de jugar con cartas debajo de la mesa.

Con o sin Guaidó el esfuerzo por transitar de la dictadura a la democracia debe tener dentro de sus baluartes más preciados el apego a principios morales y éticos que sean precisamente lo contrario a lo que representa un gobierno que ha expulsado de manera forzosa a más de 4 millones de venezolanos, asesinado a más de 300 personas en manifestaciones y condena a la miseria y al ostracismo al resto. En 1998 la opción de dejar atrás a los adecos y los copeyanos, de cualquier manera, es lo que precisamente nos trajo hasta acá.

En lo personal prefiero una derrota -que siempre será circunstancial- con principios que una victoria sin ellos.

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Rafael Uzcategui

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