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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | Recientemente han ocurrido situaciones que generan perplejidad sobre la actuación de las agencias de Naciones Unidas en Venezuela.

La primera de ellas es que el Programa Mundial de Alimentos, la iniciativa de la ONU para la distribución de comida en situaciones extraordinarias, publicó su “Reporte Global 2020 sobre la crisis de alimentos”. Este reporte “describe la escala del hambre aguda en el mundo. Proporciona un análisis de los factores que contribuyen a las crisis alimentarias en todo el mundo, y examina cómo la pandemia de COVID-19 podría contribuir a su perpetuación o deterioro”. El documento es realizado con el apoyo de otras agencias, como la FAO, UNICEF, OCHA y ACNUR. En las cifras publicadas sobre Venezuela, una de ellas llama poderosamente la atención: “El 96% de los hogares tienen acceso, al menos, a servicios básicos de agua potable”. El dato, que puede provocar diagnósticos equívocos sobre la capacidad del país para enfrentar la pandemia, contrasta con la realidad en que el acceso al agua, fuera de Caracas, se ha convertido literalmente en una pesadilla.

Días después ONU-Habitat, el programa de Naciones Unidas con foco en los asentamientos urbanos, ha lanzado su “Plan de respuesta al Covid-19” dirigido a 64 países del mundo con problemas de viviendas inadecuadas por su hacinamiento, falta de servicios y ausencia de ingresos por parte de sus moradores que les permitan mantenerse, de manera segura, en cuarentena. Venezuela, que cumpliría holgadamente todos estos requisitos, ha sido excluida del plan. ONU-Hábitat parece decirnos que la Emergencia Humanitaria Compleja o la peor crisis migratoria de la región no son razones suficientes para colocar a nuestro país en el radar de sus atenciones.

Nicolás Maduro, por la asesoría de varios de sus aliados, está aprendiendo a trabajar con el sistema de Naciones Unidas, permitiendo su actuación entre nosotros. Sin embargo, estas agencias pudieran encontrarse en la situación descrita por David Rieff en su libro “Una cama por una noche. El humanitarismo en crisis” (Debate, 2019) cuando actores internacionales obtienen el permiso de regímenes autoritarios para trabajar dentro de sus territorios con poblaciones en situación vulnerable: No tensar la paciencia de sus anfitriones para no poner en riesgo su presencia en el país. En uno de los diferentes testimonios citados, recuerda en una situación en Bosnia: “En Banja Luka -según declaró un funcionario del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) a Ed Vulliamy- tuvimos que decidir si queríamos continuar el trabajo con los internos de los campos -de concentración serbios- o adoptar una postura que nos hubiera costado nuestra presencia en la ciudad”. El hecho de que los prisioneros siguieran siendo torturados y asesinados mientras los funcionarios del CICR continuaban presumiendo de sus heroicos esfuerzos para garantizar su derecho a recibir visitas no parece haber preocupado un ápice a los miembros de dicha organización”.

La estrategia con Naciones Unidas pudiera ser no solamente promover, dentro de su funcionariado, a personas con afinidades ideológicas -que existen- dispuestas a creer todos los puntos y coma de los reportes emanados desde Miraflores. También el ganar todo el tiempo posible retrasando la entrega de datos recientes, reiterando la imagen del año 2002 cuando aún no había aparecido la crisis económica, o prometiendo respuestas y accesos que nunca llegan. Los funcionarios de carrera están entrenados para moverse en un marco racional de relaciones de naturaleza diplomática. Por ello los autoritarismos aprenden rápido que pueden pasar algunos años hasta agotar los “buenos oficios” de su interlocutor, hasta el momento en que el funcionario es reemplazado por otro, con el que la rueda vuelve a girar otra vez. No obstante, como lo documentó Rieff para las crisis humanitarias de Europa y Africa, una tercera carta es la amenaza permanente que la presencia de las agencias humanitarias en el terreno pende de un hilo, abriendo una importante brecha para la complacencia indulgente.

Aún no podríamos afirmar que la situación descrita en el libro “Una cama por una noche. El humanitarismo en crisis” se esté repitiendo en Venezuela. Pero los signos que comienzan a aparecer son inquietantes. Que ningún actor internacional pueda tener la capacidad de garantizar derechos humanos para la población nos dejaría en una inmensa orfandad. Y debería generar un profundo debate sobre las limitaciones de los mecanismos de protección existentes para abordar populismos como el venezolano.

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