ACERCA DEL AUTOR:
Simón Gómez Guaimara
Abogado especializado en Derecho Internacional, encargado del proyecto FIDH/PROVEA y defensor de Derechos Humanos
Simón Gómez Guaimara | El pasado 24 de marzo, se cumplió un mes del inicio de la guerra de agresión contra el pueblo de Ucrania, la que no parece tener fin al corto plazo. Para muchos, la conducta criminal de Rusia ha amenazado existencialmente al orden internacional resultante de la II Guerra Mundial, cuya piedra angular es la prohibición del uso de la fuerza consagrada en el artículo 2(4) de la Carta de Naciones Unidas.
Después de la invasión a Checoslovaquia en 1968, Europa no había visto un evento similar y, en el escenario global, el últimpo precedente fue la invasión de Irak a Kuwait en 1990. Sin embargo, cabe recordar que la actual invasión a Ucrania tiene como antecedente la tibia reacción de la comunidad internacional frente a la ilegal anexión de Crimea en 2014. Es notorio que en los casos de Hungría (1956), Checoslovaquia (1968) y Crimea (2014) las reacciones parecieron implicar que no toda agresión se tiene como igualmente grave para algunos actores en el seno de la comunidad de Estados, a juzgar por las reacciones contra la conducta ilegal, rememorándonos la idea de las denominadas “esferas de influencia”, imperante durante la guerra fría.
En tiempos de crisis bélicas, el Derecho Internacional es interpelado sobre su eficacia para asegurar la paz y seguridad internacionales. No obstante, el Derecho, en esta área de la acción humana, parece constituir un lenguaje empleado para justificar los usos de la fuerza, más que un mecanismo para la contención propiamente de tales usos. Como advirtió el sabio jurista Louis Henkin, las reglas sobre el uso de la fuerza han de ser concebidas como medios de articulación para la acción concertada que evite la total impunidad de estas trágicas acciones, particularmente cuando se trata de grandes potencias devenidas en foragidas.
En el caso de la agresión en y contra Ucrania, el Derecho ha sido empleado como una portentosa herramienta que resume la posición firme y unificada de una amplia mayoría de Estados, no solo condenando la agresión a través del mecanismo de la unión pro-paz en el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas, sino por la imposición de numerosas sanciones económicas (contramedidas), así como la recurrencia a diversos medios judiciales (ver aquí, aquí y aquí) para reclamar la responsabilidad estatal de Rusia y personal de los máximos jerarcas rusos por las graves violaciones de derechos humanos y los crímenes internacionales que están ocurriendo en Ucrania. Esta agresión tendrá un costo humano de grandes dimensiones, pero Putin podrá destruir el orden erigido después de la II Guerra Mundial solo si el resto del mundo se lo permite. Lo que sí parece indiscutible es que las ciudadanías de las grandes potencias occidentales deben reclamar a sus gobernantes que sus acciones en el futuro se apeguen a los principios de la Carta de Naciones Unidas, pues la expansión interpretativa al margen de ésta, a través de formulaciones como la intervención humanitaria y la legítima defensa preventiva, ha dado lugar a una progresiva erosión del sistema ideado en 1945, asimismo han sido replicadas por regímenes autoritarios cuando recurren al uso de la fuerza, como advierte la Profesora Oona Hathaway.
El Sur Global tiene también un papel relevante en esta exigencia y controloría frente a las grandes potencias mundiales. La re-imaginación de los fundamentos de la regla de prohibición de la fuerza y sus excepciones (ius ad bellum) debe partir de un escrutinio serio a las relaciones hegemónicas e inequitativas que se perpetúan e impiden “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”. En particular, los activistas de derechos humanos debemos impulsar esta visión alterna, a través de la articulación de movimientos sociales en pro de la paz, en la forma de un nuevo Derecho Internacional basado en la resistencia desde abajo, como sostiene Balakrishnan Rajagopal.
Esta re-interpretación del ius ad bellum debe formularse desde la óptica concéntrica de los derechos humanos, a través del planteamiento sobre qué clase de ius ad bellum es plenamente consistente con un orden internacional fundado en la promesa de los derechos de la persona humana. Esta tarea debe promover un ius ad bellum conciliado con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, especialmente en referencia a las condiciones determinantes de la ilegalidad de la guerra, es decir, el marco del ius contra bellum. Este proyecto excede y, de hecho, se contrapone al uso del discurso de los derechos humanos como un medio o causa para justificar guerras humanitarias o pro democráticas, conducentes más bien a una desvirtuación del ius ad bellum, como fue concebido luego del Pacto Briand-Kellog.
La legalidad de la guerra entendida como restriciones a la soberanía de los Estados ha de valorarse desde la perspectiva del test de limitaciones convencionales en materia de derechos humanos. Para que una limitación a un derecho sea legal en el Derecho Internacional, ésta debe responder a un fin legítimo, estrictimante necesario en una sociedad democrática y debe ser proporcional. Esto indiscutiblemente establece un estándar de mayor exigencia para la determinación de la legalidad del uso de la fuerza. Los defensores de derechos humanos debemos postular que la determinación de la necesidad de la guerra debe basarse primordialmente en consideraciones de derechos humanos. Asimismo, debemos afirmar que esta visión de la guerra como limitación se impone sobre los derechos de los extranjeros en el territorio de otros Estados y sobre los derechos de la población del propio Estado que pretende usar la fuerza.
Las consecuencias de un enfoque de Derechos Humanos en el ius ad bellum refina nuestra comprensión del crimen de agresión como la acumulación del mayor sentido de vileza de todos los males, en palabras del Tribunal Militar Internacional de Núremberg. En este sentido, la agresión no es solo una violación a los derechos soberanos del Estado víctima o un quebrantamiento de la paz internacional, sino fundamentalmente una aberrante violación de los derechos de todas las personas afectadas. Esto aplica incluso con respecto al uso de la fuerza justificado en legitima defensa individual o colectiva, en la que el Estado actúa desproporcianadamente. Como ha señalado el Comité de Derechos Humanos, los actos de agresión vulneran ipso facto el derecho a la vida y generan la obligación de protección que requiere que se opongan a los ataques generalizados o sistemáticos contra el derecho a la vida.
Se ha sostenido que la responsabilidad del Estado por violaciones extraterritoriales de Derechos Humanos depende del control efectivo sobre el territorio. Sin embargo, esto no debe tenerse como requisito en el caso de agresión, pues ésta cuenta como elemento suficiente para poner ipso facto a la población del Estado víctima bajo la jurisdicción del agresor a los efectos de la atribución de responsabilidad internacional. Lo contrario sería admitir que el Derecho no tendría medios para que el agresor asuma las consecuencias de la violación a normas sacrosantas del Derecho Internacional.
Incluso, la población del Estado agresor puede ser víctima de violaciones a sus derechos humanos como resultado de la agresión. En primer orden, los combatientes tendrían el derecho de no participar en las hostilidades oponiendo la objeción de conciencia al tratarse de una guerra sin justa causa. Además el derecho a la vida se restringiría no respondiendo a un interés legítimo y necesario, por lo que no podrá ser jamás proporcional, e incluso podría afirmarse que puede desprenderse responsabilidad por derechos humanos del propio Estado agresor como resultado de la respuesta proporcional del Estado víctima que actúe en legítima defensa.
Estas cuestiones han sido resueltas bajo la ortodoxia del humanitarismo y el imperio del Derecho Internacional Humanitario (ius in bello) en situaciones de conflicto armado. Este último se ha entendido opera como una lex specialis frente al Derecho Internacional de los Derechos Humanos con prescindencia de si se trata de una guerra justa o de agresión. Mientras el primero se preocupa por la disminución y alivio del sufrimiento de la guerra, el segundo hace un caso radical por la dignidad de la persona humana, concediéndole una primacía ética. Desde este ámbito la consecuencias de la guerra de agresión no pueden equipararse a las “guerras justas”, por lo que la mayor exigencia de los derechos humanos debe permear la evaluación juríica y ética del ius ad bellum.
En suma, los derechos humanos expresan una aspiración fundamental para el orden constitucional global atado a la dignidad humana; en este sentido, los defensores de derechos humanos tenemos que concebir, como expresa Matti Koskenniemi, que estos son medios potentes para la crítica del orden legal existente y no una mera expresión positiva de dicho orden. Finalmente, como explicaré en una siguiente entrega, la Federación de Rusia debe ser tenida como responsable de las violaciones al derecho a la vida y otros derechos humanos fundamentales no bajo el prisma del ius in bello, sino del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
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Simón Gómez Guaimara
Abogado especializado en Derecho Internacional, encargado del proyecto FIDH/PROVEA y defensor de Derechos Humanos