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Gioconda Espina

Parece que en su momento la película de Natalia Baristain (México, 2018), sobre Rosario Castellanos, recibió comentarios negativos por considerar que se hacía más énfasis en la relación de pareja con Ricardo Guerra, Lic. en Filosofía y profe de la UNAM a quien conocemos sólo por ser su esposo, que en su obra.

La película que se titula “Los adioses” tuvo un nombre mejor para los países de habla inglesa: El eterno femenino, que recoge el tema de su libro Sobre cultura femenina (FCE, 2005), actualmente el más conocido y obligado para la comprensión feminista de la condición de la mujer mexicana hasta 1947, cuando murió a los 49 años siendo embajadora de México en Israel, por una descarga eléctrica de una lamparita de mesa.

En toda su obra habla de esa condición de las mujeres que–digámoslo de una vez—no es que haya cambiado tanto desde entonces.

No a puertas cerradas, quiero decir, aunque la matrícula de ingresos y egresos sea, como en la Universidad Central de Venezuela, mayoritariamente femenina.

Nunca este avance en la población estudiantil y docente se ha traducido en que esas mujeres tan o más capacitadas como sus compañeros de clase hayan estado en los puestos de poder, ni en el Estado/gobierno ni en las empresas privadas.

Este fue el enfoque que decidió la directora de la película: demostrar cómo se puede ser una intelectual del tamaño de Betty Friedan (que habló al final de su vida de maltrato de su marido) o Rosario Castellanos (tantas veces engañada por Ricardo Guerra) y ser considerada por su marido como una subordinada a puertas cerradas.

A cielo abierto no les queda más que disimular el “orgullo” por su mujer famosa por sus dichos, sus hechos o su obra.

De manera que me parece un acierto de Baristain narrar la breve vida de Rosario Castellanos desde su juventud universitaria (Tessa González la interpreta joven) hasta la separación y partida a Israel, como una desilusión en progreso con R. Guerra, que quedó expresada de forma velada en sus libros.

Rosario no estaba interesada en tener hijos pero el marido (Daniel Jiménez Cacho excelente en el papel) quería varios.

Ella le explica que una vez oyó a Gabriela Mistral (poeta chilena, Nobel de literatura) que las mujeres todavía tenían que elegir entre la maternidad y la escritura y ahora ella, Rosario, se había decidido también por la escritura. Ya en una escena de su juventud pensaba: “no doy por vivido más que lo redactado (lo escrito)”.

Beauvoir escribiría después (1949) que, así como las religiones son el opio de los pueblos, como escribió Marx, los hombres son el opio de las mujeres.

No sólo el opio de las enamoradas de sus novios o maridos, como Rosario, sino de las que ya desenamoradas consideran que deben aguantarle todo al marido por mantener frente a la sociedad la ficción de pareja o familia feliz.

Ricardo Guerra fue el opio de Rosario, así que desoyó a Mistral e intentó la maternidad: tuvo dos pérdidas y, finalmente, tuvo a un varón; entonces, claro está, el profesor le pidió que se retirara de las clases en la universidad y se quedara en casa cuidando a Gabrielito.

Ella no lo hizo porque, como sabemos, se pueden hacer las tres cosas a la vez (dar clases, atender al hijo y escribir cada vez que se pueda) y entonces el profesor —típico ¡pude oír esto tantas veces! — se lo llevó a su mamá, mientras él seguía en la calle coqueteándole a todo lo que llevara faldas y delante de todo el mundo.

Dice Rosario (Karina Divi la interpreta adulta) en una escena: “no es equitativo ni legítimo que al hombre se le permita disponer de su cuerpo cuando y como quiera, mientras que el cuerpo de la mujer sólo es el lugar donde suceden las cosas que el hombre decida”.

El estudiante sobrado que se convirtió en esposo frustrado hace cosas que todas las mujeres hemos vivido o visto: si él estaba seco y no tenía ni una idea que escribir, la interrumpe permanentemente mientras ella escribe, para hacerle preguntas irrelevantes o hacerle arrumacos.

Un día que un periodista se le acerca y él se contenta porque cree que es él quien le interesa, responde enfurecido una pregunta que le hacen sobre el premio que Rosario acaba de recibir en su estado natal, Chiapas.

Pero nada más expresivo de su envidia y su fracaso por dominarla que romperle la máquina de escribir, su “rival” le grita un día. Lo que pasó, se justifica, es que “se tropezó pasado de tragos”.

La violencia no es sólo física, eso sí lo hemos aprendido y ahora está precisado en leyes específicas. Pero en los universitarios suele ser más o menos sutil: descalificación verbal o psicológica, en privado (por eso te sientes sola Chayo, porque sólo sabes vivir en tu cabeza…) y en público (perdonen, Rosario necesita su Valium); interrupciones permanentes a lo que saben que para ellas es importante; declaraciones de lo que es ser “buena madre” y generalizaciones sobre  buenas y malas madres.

Sutilezas, sin exponerse a más, pero violencia al fin, con sus consecuencias.

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