Héctor Ignacio Escandell | ¿Alguien se habrá preguntado en los últimos 20 años que significa la palabra dignidad?
Una señora como de 67 años me dejó pensando el otro día, cuando con su cara de cansancio y unas bolsas a cuestas dijo una frase, que al menos, para mí, fue lapidaria: “Salí a buscar comida pa’ mis nietos y lo que conseguí fue una rabia, porque no me alcanzó la pensión pa’ nada. Me tocará seguir esperando la bendita bolsa y rogar pa’ que no me la desarmen”.
Después de observar la escena que protagonizaba esta mujer caraqueña, me quedé a escuchar el término de su conversa con una vendedora de café, a quien conozco desde hace un buen rato. La mujer de las bolsas insistió en contarle a su amiga que desde hace más de seis meses en su casa no volvieron a comer ni carne ni pollo. La dieta diaria se resume en plátano, frijoles y agua de avena: “Cuando llega la bolsa comemos un poquito más, pero eso es cuando llega”. Dijo con resignación.
La señora del café solo prestaba atención y asentía con la mirada. Yo seguía escuchando y pensando en qué momento a esta mujer y a otras tantas les robaron la dignidad. ¿Cuándo perdieron la autonomía sobre su alimentación?, ¿En qué momento le entregaron sus angustias al papá gobierno?, ¿Por qué?
Esto de la dignidad suena bastante raro para las nuevas generaciones. Me puse a preguntar a varios adolescentes y jóvenes qué entendían de esta palabra y casi todos se quedaron mudos. No hubo respuesta coherente y menos la intención de reflexionar sobre esa “cosa” tan lejana.
Una definición “gogleada” de dignidad, dice que “es la cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden”. En cristiano, y a mi entender, tener dignidad es saberse un sujeto; un hombre o mujer con derechos y deberes. La dignidad se expresa en autonomía, en relaciones igualitarias y de convivencia con los otros. Ser digno es no permitir que otros decidan por ti, que nadie te diga lo que tienes que comer y cada cuanto lo tienes que hacer, por ejemplo. Eso, al menos, es lo que entiendo.
El viernes por la tarde, -mientras hacía el programa de radio- se me heló el cuerpo cuando una periodista de Fe y Alegría dijo: “Cuarenta y siete larenses han muerto en 2017 por escasez de antiretrovirales. Familiares y representantes de organizaciones no gubernamentales protestaron para exigir al Estado que permita el ingreso al país de medicamentos para salvar la vida de los que padecen VIH-Sida.”
En el terreno de la salud parece que la dignidad también fue ultrajada, el nivel de sometimiento es evidente. El venezolano de hoy tiene que llamar al 0800 salud 00 y esperar a que alguien se apiade y le consiga la pastilla que mantenga latiendo su corazón. Lo de “el Niágara en Bicicleta” no es una exclusividad de Juan Luis Guerra.
El último mes fueron diagnosticados con malaria más de 60 caraqueños por semana. Según Pablo Zambrano, presidente de la Federación de Trabajadores de la Salud, todos los contagiados tienen en común un reciente viaje a las minas del estado Bolívar. ¿Qué hace esta gente a más de mil kilómetros de sus casas?, ¿Qué hacen metidos en unas minas ilegales?, ¿La “dignidad económica” se calcula en oro?
Hay otros que se van más lejos, “se van idos”, dijo una socióloga que trataba de explicar los efectos de la diáspora venezolana. La juventud se está tomando su última foto, -por ahora- sobre la obra de Carlos Cruz Diez en Maiquetía. Otros no tienen el chance de hacerlo y sencillamente se encomiendan al cielo y tratan de cruzar las fronteras de Zulia, Apure, Táchira, Bolívar y Amazonas. Aquí, en estos casos cabría preguntarse, ¿La dignidad también emigra?, ¿Se va de viaje? La mayoría de quienes alzan vuelo tienen algo en común: se marchan buscando recuperar las posibilidades perdidas en su patria. Buscan trabajo, salarios decentes, comida, medicinas, libertad y seguridad; esos son los motivos que, según la especialista, motivan la huida criolla. Yo también creo que se van buscando dignidad y esas cosas raras.
Mientras tanto, los que se quedan queman sus calorías corriendo detrás de un bus, sudando la gota gruesa en el maltratado metro. Otros, de cajero en cajero buscando efectivo; un billetico que les sirva pa’ pagar el pasaje que los devuelva hambrientos y cansados al cerro. Esa montaña social de la que bajan en las mañanas, que es testigo de la desigualdad creciente, esa que sabe de precios dolarizados y salarios cósmicos. Los que se quedan siguen bajando la cabeza ante su verdugo cada vez que viene la caja y deben mostrar el carnet. “Me tengo que guardar el orgullo”, dijo a modo de desahogo un papá joven de 34 años cuando un periodista le preguntaba por la distribución de las bolsas de alimentación en su barrio. “Abusan, hacemos colas de horas, nos hacen perder días de trabajo, nos humillan y de paso nos amenazan con quitarnos los beneficios si no votamos por sus candidatos”, exclamó. Se desahogó.
De la dignidad y esas cosas raras cada vez se sabe menos. En algunos casos funciona la amnesia selectiva -todo sea por sobrevivir-, en otros casos funciona la indiferencia obligada -todo sea por mantener el enchufe-. En todo caso, con las otras cosas raras pasa lo mismo. Pocos recuerdan el significado de la palabra honestidad. No muchos se atreven a pronunciar legalidad, honradez, trabajo, superación, estudio, verdad o ética. La hoz del verdugo cada vez está más afilada y la sociedad se lo piensa dos veces antes de vociferar su indignación.
Pero, gracias a Dios, aquí –en este país-, hay un pero salvador. Todo lo que padecemos por estos días es producto de conductas aprendidas y sumisiones obligadas. La buena noticia es que podemos desaprender; es totalmente posible levantar la cabeza y preguntarnos: ¿Está bien lo que padecemos?, ¿Es justo?, ¿Existe otra posibilidad diferente?, ¿Otro país es posible? Yo, al menos, estoy convencido que haciendo el ejercicio otros gallos comenzaran cantar. Si cada uno de los que aquí quedamos, hacemos el ejercicio reflexivo de mirar pal’ frente, de mirarnos dentro y decimos convencidos ya no más. La fulana dignidad se sonrojará y se verá simpática.
Este relato no es más que un intento -casi desesperado- por explicar lo que a mi entender nos tiene paralizados. La Venezuela de hoy cambiará en la medida que su gente así lo quiera y trabaje para lograrlo. El trabajo es titánico, yo comenzaría por recordar que lo más grave que nos robaron fue la dignidad y otras cosas no tan raras.