En 2020, la pandemia generada por el COVID-19 aceleró aún más el deterioro extremo en el que ya se encontraba el derecho a la salud en Venezuela. El sistema sanitario público -aunque fragmentado y desigualmente distribuido a lo largo del territorio nacional-, era el único con la mayor capacidad instalada de establecimientos, personal y camas en el país.
Antes de 2014, el sistema mostraba una crisis generalizada por décadas de desfinanciamiento, desestructuración y deterioro de las capacidades sanitarias, siendo constantes las malas condiciones de la infraestructura, el desabastecimiento de insumos, la pérdida de personal y la interrupción de servicios.
Entre 2015 y 2016, la crisis se agudizó por la falta de servicios básicos (agua y electricidad), y en 2019, las deficiencias acumuladas y la reducción de personal acabaron ocasionando un colapso estructural con el desmantelamiento operativo de 70% de los servicios de salud. En 2020, al concentrar los servicios de salud existentes en la atención de la pandemia, se estima que el sistema sanitario público en general sufrió una reducción operativa de 80%.
Con los primeros casos notificados de COVID-19, en marzo 2020 el gobierno venezolano declaró una emergencia sanitaria en el marco de un Estado de Alarma Nacional, concentró el manejo de la pandemia en una Comisión Presidencial para la Prevención, Atención y Control de Coronavirus, que excluyó a la comunidad académica y científica del país, formuló planes sin ninguna transparencia, y gestionó apoyos limitados con organismos internacionales instalados en el país, principalmente la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).
Solo 46 de los 292 hospitales públicos disponibles en los 24 estados del país, fueron seleccionados como centros centinelas para la atención de casos graves de COVID-19, pero ninguno de estos hospitales ni su personal contaba con las condiciones mínimas de preparación para el tratamiento de los casos.
El apoyo internacional, en buena parte destinado al suministro de equipos e insumos para la protección del personal de salud y paliar las fallas de agua, higiene y saneamiento en los hospitales, resultó insuficiente por la política estatal de acceso restringido, los problemas logísticos del país y la politización de la respuesta humanitaria.
Las pruebas de diagnóstico (PCR-RT y Pruebas Rápidas de Antígeno, las primeras de mayor precisión que las segundas) se centralizaron en dos instituciones de Caracas, causando excesivos retrasos en la entrega de resultados en los distintos estados del país, y su aplicación ha sido altamente deficiente para la detección de casos confirmados y sospechosos.
Venezuela recibió en octubre 2020, con apoyo de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), más de 300 mil pruebas de antígeno y 35 equipos lectores para realizar entre tres mil y cuatro mil pruebas diarias, pero tras cinco meses solo se hicieron 21.583 pruebas, por falta de personal y dificultades logísticas. Con una insuficiente cobertura de las PCR-RT y una debilitada capacidad de vigilancia en el país, las academias nacionales y otros institutos internacionales han llegado a estimar que en Venezuela los casos positivos y las muertes por Covid serían respectivamente seis y cinco veces mayores a las cifras reportadas oficialmente.
Sub-registro oficial
Entre marzo y diciembre de 2020, Venezuela notificó un acumulado de 113.562 casos y 1.028 personas fallecidas por COVID-19, con tasas de transmisión y letalidad bastante bajas en comparación con otros países del mundo y de América Latina y el Caribe. Las entidades federales con mayor población afectada fueron Distrito Capital, Miranda, Zulia, Táchira y La Guaira.
Este comportamiento favorable en un contexto de alta fragilidad sanitaria, se atribuyó a tres factores: a) la lentitud de la transmisión por las cuarentenas obligatorias, la suspensión de actividades que implican una alta movilización de personas, como las educativas, y el cierre de fronteras; b) los altos niveles de contracción económica y las severas restricciones a la movilidad por la parálisis de la mayoría de las unidades de transporte público y la falta de gasolina durante 6 años previos de emergencia humanitaria compleja; y c) las disminuidas capacidades de vigilancia y diagnóstico, las pruebas rápidas y poco precisas en más de 90% de las realizadas y los grandes retrasos en la entrega de resultados por su centralización.
Bajo estas circunstancias, las academias nacionales y la comunidad científica nacional e internacional alertaron que la pandemia en Venezuela tenía un retraso en su evolución epidemiológica, siendo por lo tanto probable una curva cada vez más creciente en su expansión, sobre todo por la insostenibilidad de las cuarentenas en un contexto de emergencia humanitaria, con millones de personas sin medios de vida y con severas dificultades para acceder a los alimentos. Además, advirtieron que las cifras oficiales presentaban un considerable sub-registro de casos positivos y muertes por COVID-19, estimado hasta en un 60%, debido a la escasa aplicación de pruebas diagnósticas precisas.
Entre junio y diciembre de 2020, Médicos Unidos de Venezuela (MUV) registro un total de 295 muertes del personal de salud por COVID, la mayoría no contabilizadas en las cifras oficiales de la pandemia. Del total de personal de salud fallecido, 217 era del personal médico (73%), 52 personal de enfermería (18%) y 26 otros trabajadores del área salud (9%), entre los que se incluían Médicos Integrales Comunitarios (MIC).
Millones padecieron la falta de servicios de salud adecuados
Las vulneraciones del derecho a la salud que registró Provea en su base de datos durante 2020 se redujeron levemente un 23,5%, en comparación con las registradas en 2019, pasando de 5.884 a 4.500 denuncias. Estos niveles de vulneración han sido los más altos recogidos en el monitoreo constante que realiza Provea a la situación del derecho a la salud en los últimos años.
El volumen de denuncias en 2020 revela que menos personas acudieron a los hospitales porque, pese a la leve reducción general, aumentaron las referidas a la falta de personal médico y de enfermería en 53% y 71% respectivamente, mostrando que las restricciones y los obstáculos en el manejo de la pandemia tuvieron severas repercusiones en el sistema sanitario público, particularmente aumentando la ausencia y/o la pérdida de personal de salud capacitado, sobre el cual recayeron las mayores exigencias para afrontar la pandemia en unas condiciones de trabajo extremadamente precarias y riesgosas.
Las medidas de cuarentena, la falta de personal de salud y la escasez de gasolina en 2020 disminuyeron aún más el acceso de las personas con problemas de salud al sistema sanitario y a tratamientos, insumos y medicinas esenciales, aumentando la prevalencia de enfermedades crónicas no diagnosticadas ni adecuadamente tratadas, y el riesgo de contraer enfermedades transmisibles por drásticas caídas en las coberturas de vacunación.
La ausencia de boletines epidemiológicos y de estadísticas de defunciones, que el gobierno no publica desde 2016, impidieron nuevamente saber con mayor exactitud los niveles de impacto que tuvo la vulneración del derecho a la salud en la población y la mortalidad evitable.
No obstante, estimaciones independientes y algunos datos notificados por parte del gobierno a organismos internacionales, permiten decir que en 2020 más de 9 millones de personas con alguna condición de salud grave no tuvo acceso a una atención de salud oportuna ni adecuada. Las personas afectadas, las organizaciones de derechos humanos y las que trabajan en el espacio humanitario, así como los especialistas en salud, continuaron reportando en 2020 un mayor sufrimiento humano y muertes tempranas por la suspensión de los trasplantes, la paralización o cierre de unidades de tratamiento y la carencia de medicinas.