Los cierres de fronteras, las restricciones laborales y las crisis económicas por la expansión de la covid-19 complicaron aún más el desplazamiento
Desde 2014 a esta parte, alrededor de 5 millones de personas han huido de Venezuela a distintos países de la región en la que es considerada “una de las mayores crisis recientes de desplazamiento en el mundo”. Según un documento de la Mesa Intersectorial para la Protección e Inclusión de Personas Refugiadas en Salta, “se estima que 173.343 personas venezolanas residen actualmente en Argentina”. La Delegación Salta de la Dirección Nacional de Migraciones ha registrado 565 solicitudes de radicación de venezolanos desde 2015 a la fecha, aunque se estima que la cantidad de ciudadanos provenientes de ese país que vive en la provincia podría superar el millar.
El cierre de las fronteras que devino de la pandemia del coronavirus no detuvo la migración, pero sí obligó a las familias venezolanas que querían dejar su país a utilizar pasos clandestinos para atravesar los límites internacionales. A esas dificultades, se sumó la falta de trabajo por la crisis económica y por las medidas de aislamiento social en una población que suele acceder a trabajos informales o que depende del autoempleo, y que no tiene acceso a los beneficios sociales estatales que buscaron paliar la situación socioeconómica.
Aunque no hay datos estadísticos que reflejen estas situaciones irregulares, dos historias de familias venezolanas en Salta muestran cuán difícil es la migración en tiempos de pandemia.
El barbero, la peluquera, el niño y “la niña”
Irene Torres (35) y Alfonso Rincón (38) están casados hace 8 años y tienen un niño de 5 años, Albert Camilo. Vivían en San Cristóbal, muy cerca de la frontera con Colombia. Él trabajaba de barbero profesional, y ella hacía “cosas de peluquerías o lo que salga». “Nosotros teníamos nuestras cositas, no era un lujo, pero tuvimos que empezar a vender nuestras cosas para comer, para pagar el arriendo”, recuerda Irene, “y cuando nos dimos cuenta ya no teníamos nada, y hubo un momento en que dijimos: ya no podemos seguir así”.
Alfonso subió a su muro de Facebook imágenes de los cortes de pelo que hacía y recibió la oferta de un ciudadano chileno para alojarlos por dos meses en Santiago de Chile, hasta que pudieran acomodarse. Sin pensarlo dos veces, el 18 de julio de este año decidieron emprender viaje hacia el país trasandino. «Y como no teníamos plata para el pasaje, agarramos cada uno una mochila y empezamos a caminar», rememora Alfonso.
Además de la pareja y su hijo, la comitiva estuvo integrada por “la niña”, una perrita chihuahua que los acompañó durante todo el viaje, subida a una mochila, cuando era solo una cachorra, y caminando a la par de ellos, cuando se hizo más grande.
A lo largo de 4 meses, la familia Rincón Torres recorrió los más de 6 mil kilómetros que separan a su San Cristóbal natal de la ciudad de Salta, ya sea a pie o “pidiendo cola”, como llaman en Venezuela a lo que los argentinos bautizamos como “hacer dedo”.
Con las mochilas a cuestas y sin más dinero y comida que la que fueron consiguiendo en la travesía, atravesaron las fronteras de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina, siempre a través de pasos clandestinos. Las restricciones que los gobiernos de todos los países habían implementado al tránsito transfronterizo para evitar la propagación de la pandemia del coronavirus los sentenciaron a cruzar los límites políticos a través de altas y frías montañas.
¿Cómo sabían por dónde pasar en cada frontera? “Preguntando, siempre nos quedábamos un día completo en la frontera preguntando cómo pasar, y siempre había gente buena que le decían a uno ‘vayase por tal lado'», responde Alfonso con una mezcla de picardía y orgullo, como quien con el tiempo fue puliendo la logística para travesar los límites.
Tenían una regla: “a las 6 o 7 de la noche, prohibido caminar, porque los carros no te ven en la carretera”, le cuenta el venezolano a Salta/12. Cuando anochecía, buscaban plazas o parques donde dormir, y siempre se ubicaban de la misma manera: Irene contra una pared, el niño en el medio, Alfonso hacia afuera y “la niña” atada a los pies de alguno de los adultos. “La niña era la que más nos protegía porque es bullosa, entonces cuando se acercaba alguien ella ladraba y una se despertaba”, se ríe Irene, mientras enseña la mordisqueada correa rosa que todavía atesora.
Con el tiempo, descubrirían que en algunos casos podían pedir alojamiento en iglesias o comisarías, y recibieron comida o dinero de personas que se cruzaron en el camino. Con esa ayuda, muy de vez en cuando invirtieron en una noche de hotel para poder bañarse y descansar como es debido.
El primer intento para llegar a Chile lo hicieron por Tacna, Perú, pero fue rechazado por las fuerzas de seguridad chilenas. No les quedó otra opción que subir a la región de Puno. En Desaguadero, a orillas del río del mismo nombre que divide a Perú de Bolivia, conocieron a un argentino que venía bajando de Colombia y que los convenció de que lo mejor era cruzar por Bolivia hacia Argentina y, desde allí, atravesar la cordillera hasta su destino final. Conmovido por su historia, se ofreció a ayudarlos.
La frontera de Villazón-La Quiaca estaba más custodiada que cualquiera de las que hubiesen atravesado con anterioridad. Estudiar por donde cruzarla les llevó 3 días en la localidad fronteriza boliviana. “Yo recorría el puente internacional para estudiar por dónde pasar y para, de paso, conseguir algo de comida”, cuenta Alfonso.
Los primeros días de octubre, durante la madrugada, lograron pasar el límite entre ambos países a través de una montaña. Lo hicieron junto a otros 3 venezolanos y 4 argentinos, luego de dopar a la chihuahua para evitar que sus ladridos pudieran delatarlos. Una vez en territorio argentino, durmieron debajo de un puente en medio del frío puneño. “Nos habíamos mojado las medias y los pantalones, así que nos cambiamos y tiramos la ropa por ahí, y al otro día las medias amanecieron congeladas”, recuerda Irene y aclara que no podían ni siquiera prender una fogata por miedo a ser detectados por los gendarmes. Esa noche, Irene pensó que iba a morir.
Con la ayuda de su amigo argentino y de algunos gendarmes que optaron por hacerse los distraídos, llegaron a San Salvador de Jujuy y luego a la ciudad de Salta. Pero la meta seguía siendo Chile.
La historia es extensa y está llena de anécdotas, algunas divertidas y otras sombrías. Intentaron llegar a Mendoza viajando a dedo hacia el sur por la ruta nacional 68, pero los detuvo un control en Cafayate, y terminaron regresándolos a Rosario de Lerma. Lo intentaron también por el Paso de Sico, al que arribaron gracias al transporte de un ingeniero minero y de un funcionario del ferrocarril. Cansados y apunados, intentaron cruzar a Chile por el paso oficial. Pero las fuerzas de seguridad chilenas los detuvieron y llamaron a una patrulla de Gendarmería para que los regresara a San Antonio de los Cobres.
“Los chilenos querían que nos devolvieran pa’ Venezuela, pero nos hicimos un amigo gendarme que llamó pa’ Migraciones, y cuando nos trajo a Salta los de Migraciones, en lugar de echarnos, que era lo lógico, nos hicieron un permiso para estar aquí en Salta y para trabajar”, se emociona Alfonso. El gendarme, además, le consiguió trabajo a Alfonso en una peluquería.
Hace “un mes completo” que la familia Rincón Torres alquila una pieza de 3 por 3 metros en el macrocentro de la capital salteña, por la que pagan 7 mil pesos por mes, casi la mitad de lo que gana Alfonso en la peluquería en la que trabaja. “Yo quisiera tener mis materiales porque yo sé hacer uñas, yo sé arreglar el cabello”, ruega Irene, que confía en que así podría trabajar a domicilio y llevarse a su hijo, a quien no tiene con quien dejar.
Sentada en la cama, Irene muestra en su celular las fotos que acreditan la travesía, y se enorgullece exhibiendo que aún conserva la “cobija” que cubrió a su niño del frío durante tantas noches. Lo hace casi como si estuviese mostrando las imágenes y recuerdos de unas largas vacaciones.
La familia venezolana posee un permiso precario para quedarse en el país, y están tramitando la radicación. Y aunque reconocen que duermen incómodos en esa habitación estrecha, ya no piensan en llegar a Chile.
“Nosotros estamos pensando en el niño, que aquí va a poder estudiar, el estudio es gratis, el estudio es bueno, es reconocido en otros países”, se ilusiona Alfonso, y agrega que “acá con 200 pesos comemos, no es que comemos bien, pero llenamos nuestras pancitas”.
“Por Argentina, aplaudo”
Ricardo Rebeti (35) y María Caraballo (34), sus dos hijas de 17 y 13 años y el varón de 9 años, vivían en el estado de Miranda, bastión opositor al chavismo en Venezuela. Ricardo trabajaba de barbero y de albañil, y ella era ama de casa. “Lo que ya todo el mundo sabe: es difícil conseguir los alimentos y educación para los niños”, explica Ricardo su decisión de dejar el país casi como si fuera una obviedad.
Al igual que los Rincón Torres, salieron con la intención de llegar a Chile o a Argentina, aunque lo hicieron hace ya dos años y medio. “A Chile, porque tiene una moneda estable y a Argentina, porque la gente es muy parecida a la venezolana: nosotros nos hacemos amigos, conversamos…”, dice el venezolano.
El primero en dejar su tierra fue Ricardo. Pagó un pasaje hasta la frontera con Colombia, y de allí caminó hasta Ecuador. No le fue fácil conseguir el dinero para traer al resto de la familia, así que pronto María dejó a los niños con sus padres y se sumó a la travesía. Después de varios meses consiguieron el dinero para mandar a buscar a los niños, que vinieron acompañados por su primo, Adrián (20).
Ya con la familia completa, siguieron trabajando en Ecuador vendiendo galletas, bebidas y “chupetas” (chupetines) en las calles, o haciendo changas como albañil. Después de 7 meses, las convulsiones políticas ecuatorianas los obligaron a seguir bajando. Lo hicieron rápido y con Chile entre ceja y ceja. Al cabo de 10 días lograron pasar irregularmente al país trasandino.
Se asentaron en la ciudad turística de Iquique, donde siguieron vendiendo en la calle, hasta que la disputa por un semáforo entre Ricardo y un chileno, terminó con una carta de deportación contra la familia venezolana, una suerte de tarjeta amarilla que les permitía permanecer en el país solo hasta que las autoridades decidieran expulsarlos.
Desanimados y sabiendo que no podrían planificar su vida allí, se trasladaron a Calama para reunir todo el dinero necesario para llegar a Argentina. Sabían que no podrían cruzar el elevado y frío Paso de Jama caminando, y que tenían que comprar un pasaje en colectivo que los llevara hasta la ciudad de Salta. Llegaron a la capital salteña el 24 de febrero de este año, dos años después de que Ricardo hubiese dejado Venezuela, y unas semanas antes de que empezara el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO). Su nueva meta: llegar a la ciudad de Buenos Aires, donde tenían familiares y amigos.
“Teníamos galletas y demás para vender, pero la Policía nos paró y nos dijo que no se podía vender en la avenida San Martín porque era zona turística”, se lamenta Ricardo. Pero después de 3 días durmiendo en la Terminal de Ómnibus, la suerte llamaría a su puerta. Sin dinero y sin comida, fueron a un merendero que quedaba detrás de la estación de colectivos. Al conocer su historia, la encargada del comedor los puso en contacto con Lucía Matthews, representante en Salta del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
A partir de allí, todo se fue acomodando. A María y a los niños los alojaron en el refugio de mujeres víctimas de violencia de género y Ricardo junto a su primo fueron a parar a uno de varones en situación de calle, mientras presentaban los papeles en Migraciones para regularizar su situación en Argentina. Los niños se anotaron en la Escuela Remedios de Escalada y en el Colegio 25 de Mayo, respectivamente, a los que solo acudieron una semana para luego seguir las clases en forma virtual.
El comienzo de la etapa de ASPO provocó el cierre de los refugios. Pero Inés Uriburu, la presidenta de la fundación Hernán Rafael Uriburu, les ofreció una casa para que la familia pudiera quedarse en Atocha por unos meses. Los Rebeti Caraballo terminarían trabajando para la fundación preparando y repartiendo comida entre los niños y ancianos de la zona. “Hacemos las recetas de acá con un toque venezolano”, se ríe Ricardo. Además, hace changas de albañilería y se compró las herramientas para poner su propia barbería.
“Ya no queremos ir a Buenos Aires porque vemos que Salta es muy bonito y tranquilo, y que tiene mucha gente que apoya y que te dan la mano cuando tú la necesitas”, dice Ricardo con orgullo, y agrega: “Ya me ubiqué, ¿me entiendes? Ya tengo trabajo, mis hijos están estudiando…”
Para muchos argentinos, la política migratoria que tiene el país es un disvalor, y no es raro escuchar discursos en contra de cómo la Argentina da asilo a habitantes de diferentes países de Sudamérica. Para Ricardo, en cambio, debería ser motivo de orgullo. “Nada es de nadie, y la tierra es de todo el ser humano”, afirma, poniéndose serio. “Si nosotros fuéramos más conscientes y nos apoyáramos los unos a los otros, el mundo sería mejor. Pero todos tenemos un pensamiento donde hay muchos que son racistas, muchos que son xenofóbicos, y hay muchos que les gusta discriminar sin saber realmente cómo es la persona”, se queja. Y concluye: “por Argentina, aplaudo. Porque Argentina es un país que ahorita está pasando por un proceso delicado, pero el argentino es muy dado, humilde. Si le siguen abriendo las puertas a gente que realmente quiere crecer, estarán dando un gran paso”.
Fuente original: Página 12