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Calixto Ávila

Abogado Especialista en Derechos Humanos y Magister en Derecho Internacional Público. Representante de Provea en Europa.

Calixto Ávila | En España la oposición y el gobierno bajan el tono de la confrontación para hacer frente común a la pandemia del coronavirus. Poco antes, la primera ministra belga recibía poderes especiales para atender la emergencia, con el implícito acuerdo de la oposición en un país con varios meses de dificultades para conformar un gobierno. En Francia, el presidente decreta el confinamiento total de los ciudadanos anunciando además que suspende todas las reformas políticas en curso, incluida la controvertida reforma a las pensiones, para que el debate en el parlamento se pueda centrar en la gestión de la crisis. Esta pandemia ha puesto a la clase política europea frente a sus responsabilidades para evitar o contener un dramático escenario para la población, obligándolos a poner las prioridades en la gente antes que en sus divergencias políticas. A su favor, los europeos cuentan con gobiernos democráticos, con instituciones democráticas y con el hecho de que esta pandemia no los sorprende en una emergencia humanitaria preexistente.

Por su parte, los estados miembros de la Unión Europea han comenzado a suspender el tratado de Schengen, que permite la libre circulación de personas, y han cerrado sus fronteras, al tiempo que la Unión Europea decide cerrar por 30 días sus fronteras exteriores como bloque. Estas decisiones se enmarcan en los acuerdos comunitarios y cuentan con el respaldo de las instituciones de la Unión Europea. Inclusive una de sus instituciones, la Comisión Europea, ha emitido unas líneas directivas para el control de fronteras que buscan garantizar la salud y el acceso a servicios esenciales y mercancías. A su favor, los europeos cuentan con una organización regional que, con todas sus fallas, permite llegar a acuerdos, coordinar estrategias y construir una política común especialmente durante una emergencia de gran magnitud.

Pero de nada sirven las medidas que adopten los Estados y sus organizaciones multilaterales si los ciudadanos no asumen sus propias responsabilidades sociales. Las imágenes de los bares y terrazas de París en ambiente vacacional cuando se habían cerrado escuelas y universidades y se había pedido a la gente quedarse en casa, fueron ejemplo de gran irresponsabilidad ciudadana. Hoy, Francia está bajo un estricto confinamiento que incluye presencia del ejército en las calles, llamado este último a intervenir solamente en la etapa más severa de las medidas. Llama la atención que el mecanismo de salvoconductos implementado en ese país sea una constancia, con un formato disponible en internet que puede ser impreso o transcrito a mano, que el propio ciudadano o ciudadana llena, firma y lleva consigo diciendo que sale a cumplir una de cinco actividades para las cuales los desplazamientos están permitidos (compra de alimentos, medicinas, obligada visita a familia, etc). No son las autoridades quienes otorgan el salvoconducto sino el mismo ciudadano en ejercicio de su responsabilidad social. A su favor, los franceses han tenido años de democracia que han consolidado mecanismos de control, también democráticos, para encuadrar a las ciudadanos en sus deberes aún en situaciones de crisis extremas.

No se trata aquí de hacer una exaltación euro centrista de un modelo a seguir. La Unión Europea tiene muchas deficiencias y sus estados miembros hacen frente a grandes desafíos internos y comunitarios para sus propias democracias. Pero es importante ponderar el valor de las democracias y de las instituciones de integración regional como la Unión Europea, para hacer frente a las emergencias humanitarias como la creada por esta pandemia. No en vano la Unión Europea, como las Naciones Unidas, surgen como consecuencia de las terribles experiencias de la Segunda Guerra Mundial. De allí su valor en términos de promover los mecanismos de coexistencia, diálogo y solución de conflictos.

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