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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | Un reciente estudio de Zachary Barnett-Howell y Ahmed Mushfiq Mobarak, dos académicos de la Universidad de Yale, aporta elementos para considerar si las medidas que los países desarrollados para enfrentar la pandemia del Covid-19, tienen la misma efectividad en las naciones en desarrollo. Bajo el título “¿Deben los países de bajos ingresos imponer el mismo distanciamiento social que Europa y Estados Unidos han implementado para detener la propagación del Covid-19? analizan si los beneficios de la distancia social varían entre países ricos y pobres, arrojando conclusiones que deberían guiar la adaptación de estas medidas para el conjunto de los países de la región, y específicamente Venezuela.

Su ejercicio de reflexión arrojó tres ideas claves. La primera es que las poblaciones en los países ricos tienden a ser más antiguas y, por lo tanto, se pronostica que los efectos de mortalidad del Covid-19 serán mucho mayores allí que en los países pobres. En segundo lugar, se pronostica que las medidas de distanciamiento social salvarán una gran cantidad de vidas en países de altos ingresos, en la medida en que valga la pena soportar prácticamente cualquier costo económico de ese distanciamiento. Finalmente, los menores beneficios estimados del distanciamiento social y la supresión social en los países de bajos ingresos son impulsados ​​por tres factores críticos: a) Los países en desarrollo tienen una menor proporción de personas mayores en comparación con las naciones ricas de baja fertilidad; b) El distanciamiento social salva vidas en países ricos al aplanar la curva de infecciones y para reducir la presión sobre los sistemas de salud. Retrasar las infecciones no es tan útil en países donde el número limitado de camas de hospital y ventiladores ya están abrumados y la mayoría no puede acceder a ellos; y c) El distanciamiento social reduce el riesgo de enfermedad al limitar las oportunidades económicas de las personas, pero las personas más pobres están menos dispuestas a hacer esos sacrificios. Ponen un valor relativamente mayor en sus preocupaciones de subsistencia en comparación con las preocupaciones sobre el contagio de coronavirus

Los académicos coinciden con la preocupación que hemos alertado desde las organizaciones de derechos humanos: Muchos más trabajadores en países pobres se autoemplean en el sector informal y dependen de salarios diarios para alimentar a sus familias. En ausencia de fuertes mecanismos de protección social y seguros, el costo impuesto por el distanciamiento social (y económico) aumentará las condiciones de privación inmediata y hambre. Si en los países ricos, por su alto porcentaje de personas mayores, se está dispuesto a pagar el costo de la Cuarentena, en países como Venezuela no solamente son un lujo, sino que van a aumentar las consecuencias ya graves de la Emergencia Humanitaria Compleja instalada entre nosotros.

Según sus conclusiones “se requiere con urgencia una evaluación seria para determinar qué otras medidas podrían preservar la vida de manera efectiva mientras se minimizan las pérdidas”. En su documento hacen algunas propuestas “que permiten a las personas en países de bajos ingresos minimizar su riesgo de COVID-19 al tiempo que conservan su capacidad de poner comida en la mesa”. En primer término, el uso obligatorio de máscaras y revestimientos faciales caseros, que son baratos de fabricar, y que sea exigido a los trabajadores al abandonar sus hogares. Una segunda idea es un aislamiento social dirigido de los ancianos y otros grupos en riesgo, mientras que se permite que las personas productivas con perfiles de menor riesgo continuar trabajando. En tercer lugar, una idea de sentido común que tendría una dimensión urgente para un país con crisis en servicios básicos: Mejorar el acceso al agua limpia y otras políticas de saneamiento políticas para disminuir la carga viral. Finalmente, una tarea que demanda la alianza, y no la confrontación como ocurre ahora en Venezuela, con medios de comunicación para promover la influencia social generalizada y campañas de información para fomentar comportamientos que retrasen la propagación de la enfermedad, pero no socaven los medios de vida económicos. Esto podría incluir restricciones en el tamaño de las congregaciones religiosas y sociales, o programas para alentar a los líderes comunitarios y religiosos a respaldar comportamientos más seguros y comunicarlos claramente. “Si se debe perseguir el distanciamiento social generalizado, se deben hacer esfuerzos para que los alimentos, el combustible y el dinero en efectivo lleguen a las personas que corren mayor riesgo de hambre y privación”. Esto es especialmente desafiante, reconocen, en países sin una infraestructura de protección social bien desarrollada. En su opinión se necesitan la mayor de las coordinaciones sociales posibles, para que “los gobiernos, los sectores privados y humanitarios, los operadores de telefonía móvil y las empresas de tecnología experimenten con soluciones innovadoras, como el envío de transferencias de efectivo a través de teléfonos móviles”.

El informe de Barnett-Howell y Mubarak nos vuelve a recordar dos temas. Que las respuestas a la pandemia deben sufrir adaptaciones a países como los nuestros.  Pero también, que un problema de esta envergadura necesita de la participación de todos los sectores posibles que puedan ayudar a diseñar la mejor respuesta posible. Hasta ahora Nicolás Maduro ha preferido jugar sólo, y aunque el decreto de estado de alarma ha funcionado durante la transmisión líneal de la enfermedad, es tan incierto como sombrío su comportamiento en la fase exponencial de transmisión comunitaria, a la que ahora mismo estamos transitando.

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