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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

En un país sin referentes, por la obra paciente y tozuda del autoritarismo, Linda Loaiza es un símbolo viviente. En una cruzada solitaria contra todo, logró que en el año 2016 la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizara al Estado por el primer caso de violencia de género venezolano presentado ante la misma instancia que hizo justicia por casos tan trascendentales como el de Oscar Arnulfo Romero. El horror que Loaiza padeció en el año 2001 ocurrió cuando las agresiones contra la mujer, para los gestores y gestoras del sistema de justicia, eran responsabilidad de las propias víctimas.

A pesar de ser el caso más emblemático de violencia de género, un inventario del horror descrito en el libro “Doble crimen. Tortura, esclavitud sexual e impunidad”, cuya autoría comparte con Luisa Kislinger, hasta hoy continúa impune. No sólo porque el victimario no ha respondido debidamente ante la justicia, sino porque las condiciones que hicieron posible la ignominia, a pesar de cierta verborrea estatal, continúan intactas.

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El caso Linda Loaiza ha vuelto a ser noticia estos días, cuando renunció al cargo que la vinculaba a la Universidad Metropolitana, en calidad de consultora externa para su Centro de Derechos Humanos. La decisión fue a consecuencia del Doctorado honoris causa entregado al historiador Germán Carrera Damas, a quien la Unimet calificó como “ciudadano ejemplar”. La agredida ha señalado que el académico formó parte de una red de cómplices que impidieron el cabal funcionamiento de la justicia. El peso del apellido avaló presiones directas e indirectas a jueces y fiscales para negar o matizar la responsabilidad del imputado, Luis Carrera Almoina, sobrino de Germán.

Quien tenga estómago de hierro podrá constatar en “Doble Crimen” como los familiares directos de Carrera Almoina, por sus trayectorias profesionales, contaban con el amplio prestigio de la sociedad caraqueña. Se detalla como el padre, rector para la fecha de otra prominente universidad y hermano de Germán, encubrió pruebas y movió influencias para que se desestimara la denuncia, razón suficiente para que una justicia justa lo hubiera señalado como cómplice de los hechos. 

El libro, en cambio, no hace señalamientos sobre el autor del “Culto a Bolívar”. Loaiza ha dicho, públicamente por lo menos desde el año 2019, que Carrera Damas fue cómplice “por silencio y omisión”. Su potente lugar de enunciación sobre el tema, construido a pulso por ella misma, no puede despacharse a la ligera. Ni tampoco recibir como respuesta el silencio. Quien ha redactado 36 libros sobre el pasado nunca ha escrito una línea o dicho una palabra sobre aquel crimen. O, más genéricamente, sobre el derecho de las mujeres a vivir una vida sin violencia. Un investigador de esa experticia basa su trabajo en las llamadas “fuentes primarias”, los registros documentales verificables que pueden ser adjudicados a los protagonistas y testigos directos de los hechos.

Por tanto, es inexplicable para quien ha cultivado el escrutinio pormenorizado de una historia escrita sobre piedra, el no dejar registro sobre una situación que, por vía consanguínea o por sugerencia de la propia víctima, lo ligaba a uno de los casos de ferocidad y perversión que descompusieron a los integrantes de un tribunal, la Corte IDH, preparado para lidiar con las zonas oscuras de los seres humanos. En este caso, el mutismo ha sido también una forma soterrada de violencia.

No estoy hablando de “cultura de cancelación”. Los trabajos historiográficos de Germán Carrera Damas deben seguirse publicando, consultando y discutiendo por todos los interesados e interesadas sobre el país del cual venimos. Verse obligado por las circunstancias a escoger entre la familia y la justicia, y decantarse por la primera, puede ser muy humano, pero no es un paradigma positivo de nada. Los “ciudadanos ejemplares” que deseo para la Venezuela que vendrá, están en otra parte.


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