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Inti Rodriguez

Activista de Derechos Humanos

Apure se ha convertido recientemente en una zona de guerra. Las fuerzas armadas venezolanas sostienen, desde el 21 de marzo, enfrentamientos con presuntos grupos de disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que mantienen presencia en esos territorios.

En un masivo operativo denominado “Escudo Bolivariano”, la Fuerza Armada venezolana ha bombardeado y ametrallado supuestas zonas controladas por la guerrilla. También, elementos de las cuestionadas Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana, han sido desplegados en la zona de conflicto.

En medio de las hostilidades, se han producido más de 5.000 desplazamientos forzosos, detenciones arbitrarias, allanamientos y presuntas ejecuciones extrajudiciales.

Mientras todo esto ocurre, las autoridades del Ministerio Público y la Defensoría del Pueblo de Venezuela, guardan silencio sobre los alegatos de abusos y el empleo excesivo e indiscriminado de la fuerza. La copada “institucionalidad” venezolana ha centrado todos sus esfuerzos en desacreditar las informaciones recogidas por medios y ONG nacionales e internacionales.

En este teatro de operaciones -en pleno desarrollo-, hay continuidades y novedades.

Enemigo mío

Una práctica arraigada, en la dinámica estatal militar-policial en zonas pobres y desasistidas –como las poblaciones fronterizas-, ha sido la imposición de la seguridad territorial hegemónica, caracterizada por el privilegio del elemento militar-policial (la “mano dura”) por encima de otros aspectos de mayor relevancia como el desarrollo social e institucional, es decir, la presencia de un Estado que provea calidad de vida y garantice derechos. La persecución del enemigo interno o externo, ha servido históricamente de excusa para cometer atropellos y violaciones de derechos humanos en nombre de la seguridad nacional. Eso es una continuidad.

El proceso bolivariano ha reforzado, como nunca antes, los cimientos de esa visión antidemocrática de la seguridad. El totalitarismo territorial forma parte del ADN chavista. Es parte de su narrativa, de su simbolismo, de su práctica diaria. La construcción de una nueva “geometría del poder”, como prometió Hugo Chávez, se tradujo en la sofisticación de los mecanismos de vigilancia y control de territorios.

Pero, aunque parezca contradictorio, esa hegemonía securitaria es compartida con un vasto universo de actores criminales que operan economías delictivas en el territorio nacional, y que contribuyen a consolidar la tecnología bolivariana del control poblacional.

Eso es una novedad si la comparamos con la actuación estatal previa a la llegada del chavismo al poder. La narrativa del combate al enemigo interno-externo se mantiene, pero en el teatro de operaciones cotidiano, la artillería pesada del gobierno venezolano apunta y dispara contra los más pobres, los que viven en los barrios y en pueblos como La Victoria, en Apure. Para ello, se junta con actores armados pseudo-estatales.

Lo ocurrido en 2015 arroja luces sobre esta afirmación. Ese año el Ejecutivo venezolano promulgó 8 estados de excepción, que afectaron a 26 municipios en cuatro estados fronterizos. Entonces, los argumentos para aprobar esas medidas se basaron en la “presencia del paramilitarismo, narcotráfico y contrabando de extracción y los atentados cometidos contra nuestra moneda y contra los bienes adquiridos con divisas de nuestro pueblo”.

Esa afirmación dio pie a la criminalización y estigmatización de centenares de pobladores fronterizos, quienes fueron acusados de “bachaqueros”, “contrabandistas” y “traidores a la patria”. En Zulia, por ejemplo, se reforzó la presencia militar en La Guajira, aumentando con ello los abusos contra indígenas Wayuü y Añu. En Táchira, las medidas de excepción aprobadas por Maduro, dieron sustento a las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP) que produjeron –entre otros abusos- el desplazamiento forzoso, hacía Colombia, de más de 20.000 personas que huyeron de la violencia militar-policial en Venezuela.

Ninguno de los 8 decretos de Estado de Excepción, aprobados en 2015, mencionó la presencia de guerrilleros de Colombia en nuestro país, pese a que estas agrupaciones se mueven en territorio nacional, desde hace al menos 40 años.

El llano venezolano está en llamas. Los recientes enfrentamientos han sido calificados como una pugna por el control de territorios para la gestión de mercados criminales, en la que se estaría empleando recursos del Estado para favorecer a particulares.

Independientemente de las causas reales de esta refriega, lo único cierto es que los principales afectados son cientos de pobladores de la región, quienes durante años han soportado amenazas, extorsión y abusos de toda índole a manos de grupos armados, con un Estado ausente que les dio la espalda.

Ahora, cuando por fin aparece el Estado, los revictimiza, auspiciando una dramática negación de la ciudadanía.

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