Zair Mundaray | Para quienes las conocemos, se trata de dos pintorescas poblaciones de particular riqueza cultural y humana, habitadas por gente sencilla, orgullosa de su origen, bendecidos por tierra fértil y exuberante, son también tristemente conocidas por dos de las más infames acciones ejecutadas por organismos de seguridad del Estado venezolano. Se trata de hechos sorprendentemente similares entre sí, caracterizados por una particular crueldad, y que, aunque en el mismo país, ocurrieron en dos Repúblicas distintas, con treinta años de separación una de la otra, lo cual amerita una profunda reflexión.

En ambos casos ocurrieron brutales masacres, y no dudo en llamarlas así, pues lo hago desde el conocimiento y evaluación de los hechos que me proporcionó el manejo de las evidencias, el análisis de los sitios de suceso, la interacción con los testigos, los resultados forenses e incluso del contacto directo con algunos de los autores de estos crímenes, a lo cual accedí como parte de las funciones que desempeñé en el Ministerio Público.

Sin embargo, tal vez lo más importante de estos tristes hechos, es que nos revela una sociedad que no aprende de sus vivencias históricas, y que transita un peligroso y acelerado proceso de autoritarismo, cuya expresión más palpable, es la militarización de la seguridad ciudadana y el uso desproporcionado de la fuerzas militares y policiales contra la población civil.

El primero de los hechos ocurrió en 1986, cuando la policía política, en su afán de mantener vivo a un enemigo recurrente, infiltró a un grupo de militantes de la izquierda, a quienes convocó a una reunión política en las cercanías de la población de Yumare. Ahí, funcionarios de la DISIP y del Ejército, acorralaron a estas personas y las ejecutaron con disparos de fusil. Luego simularon un enfrentamiento armado. Quienes lograron escapar, narraron el horror de tan alevoso hecho, tiros de gracia develaron los análisis forenses y algunos de los cuerpos fueron vestidos con indumentarias de combate, sólo olvidaron que dichas indumentarias no presentaban los orificios del paso de los proyectiles que si tenían los cuerpos.

No puedo olvidar jamás como durante una audiencia del proceso, un ya anciano oficial del ejército, pidió perdón a las víctimas indirectas presentes en la sala de audiencias y reconoció su responsabilidad en la perpetración de esta masacre. También rememoro, la reacción de quienes después de tantos años buscando una justicia que les era esquiva, al menos presenciaron que esa verdad que tanto habían pregonado se convertía en una verdad procesal, una sentencia.

El hecho anterior ocurrió en la llamada “Cuarta República”, con sus defectos, un periodo de predominancia civil, de creación y fortalecimiento institucional, de crecimiento y desarrollo humano, pero también en sus postrimerías, de iniquidades. La “Quinta República” cabalgó sobre la euforia de una oferta de igualdad y de redención social pocas veces vista, amén del liderazgo carismático de un líder militar. Se le prometió a la sociedad que nunca más las fuerzas militares y policiales arremeterían contra la población y se reconoció un envidiable catálogo de derechos en el texto constitucional fundacional de este periodo. A casi 20 años de esa promesa, la realidad no puede ser más desalentadora.

En Barlovento, un grupo de militares en aplicación de la inconstitucional Operación Rondón instruida por el Ministro de la Defensa, desapareció a al menos doce ciudadanos, cuyo único crimen fue ser pobres, afrodescendientes y vivir en una zona considerada como de alta incidencia delictiva. El otrora gobierno redentor de los “desposeídos” superó con creces cualquier antecedente histórico de violación a los derechos humanos. En El Café, Capaya y Aragüita, este grupo de ciudadanos fueron ilegalmente detenidos, torturados y finalmente asesinados. Un adolescente de 16 años también fue golpeado hasta morir.

Pocas veces me enfrenté durante una investigación, a una acción tan carente de humanidad y tan llena de crueldad, diez de estos jóvenes fueron asesinados a machetazos, los cuales le fueron atestados mientras permanecían amarrados de pies y manos, y con la cara cubierta.

No puedo olvidar la conversación que sostuve con uno de los autores, quien con asombrosa tranquilidad, me explicaba como en su criterio no había cometido delito, pues estaba cumpliendo una orden superior. Desde esos días, y frente a cada muerte a manos de fuerzas de seguridad del Estado, busco respuestas. ¿Qué ocurrió desde Yumare hasta Barlovento?, ¿de dónde salieron esos seres sin alma que hoy reprimen a la población?, ¿qué mentes retorcidas idearon la OLP?, ¿crearon los patriotas cooperantes?, ¿los allanamientos masivos?, ¿la Ley de Fuga aplicada en los penales?, ¿los disparos con metras?, ¿la “Tumba”?, ¿la siembra de evidencias?, ¿la Operación Rondón?, ¿el Comando Antigolpe? En fin, un catálogo espeluznante de tropelías, las cuales estamos obligados a conocer y no olvidar.

Si para algo ha de servir la historia, es para prevenir las acciones de los malvados, de los enemigos de las libertades y para reconocer los signos, entre las acciones que construyen los andamios de las tiranías. Por cierto, ya casi tengo las respuestas. 

Abogado, Director de Actuación Procesal del Ministerio Público venezolano | @MundarayZair