ACERCA DEL AUTOR:
Rafael Venegas
Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.
Hay presos que vuelan más lejos que sus carceleros, más alto y livianos porque tienen la conciencia limpia y el morral repleto de sueños libertarios y justicieros. Hay presos tan libres que pueden alcanzar con su abrazo ese vértice mágico en el cual se funden, en promiscuidad virtuosa, armónica, la tierra, el mar y el cielo. Allí, en ese punto equinoccial, se enlazan en una longitud de onda que reúne la grandeza de espíritu; la solidez de valores y principios; el indeclinable compromiso de lucha contra la pobreza, el hambre y las iniquidades; la alegría y la vida rebelados contra la perversión cobarde del Poder.
Sus carceleros, en cambio, arrastran los pies por el peso de los grillos de la perfidia, doblan la espalda por la carga del agravio alevosamente cometido, agachan la cabeza atada a las cadenas de la ignominia que les impide sostenerla erguida. Otros verán interrumpido su sueño por el tronar del suplicio de los torturados, sus torturados; ya no podrán, entonces, vencer el insomnio de la culpa y se refugiarán en los sicotrópicos y el alcohol. Algunos, incluso, huyendo de su retrato de Dorian Grey, aterrorizados por las muecas crecientes de sevicia reflejadas en su rostro, atormentados por el envejecimiento del alma consumida en la vileza, sucumbirán cual Narciso al espejo de la laguna donde se ahoga su orfandad de escrúpulo.
Cuenta una leyenda que al leer la sentencia no levantó nunca la cabeza, en ningún momento vio al rostro de sus víctimas mientras las palabras se le resquebrajaban en el temblor de sus fauces. Tuvo miedo de confrontar su mirada con la de los abogados que, unos minutos antes, habían desarmado por anticipado la endeblez de argumentos rebuscados para condenarlos per se, porque esa era la orden y había que cumplirla. Tampoco se atrevió a recorrer con sus ojos la sala por el temor de toparse con las madres, las esposas o los hijos de sus reos de conciencia. Estos, por su lado, impertérritos y pundonorosos, observaron sus manos trémulas sosteniendo el dictado.
Casi de inmediato, sin embargo, las almas libres volaron en alas de la solidaridad, ligeras y en paz salieron a despertar del letargo a los desprevenidos y de la fantasía a los engañados. Salieron a insuflar ánimo a quienes, como ellos, ocupan las trincheras del sindicato y la calle para instigar el delito de exigir salario digno, pensiones y jubilaciones decentes, contratación colectiva, libertad sindical. Salieron a descorrer el velo de la impudicia para que paguen su culpa los traidores, como reza una vieja canción de Silvio Rodríguez.
Como pocas veces, la repulsa generalizada al dictamen reunió los más variados matices de la sociedad. Se entonó un coro de voces afinadas multiplicando el rechazo a la condena: el calificativo más tenue la definió como aberrante. Se extendió un eco ensordecedor demandando justicia. Como una bola de nieve, con el correr de las horas y los días el repudio se hizo consenso nacional, se instaló en los hogares, en los gremios, en los centros de trabajo y estudio, en el aire que se respiraba en el transporte público. Y como ya no quedó rincón de la patria donde no resonara el estribillo exigiendo libertad, el reclamo atravesó las fronteras y se hizo internacional. Habían sido vencidos los barrotes porque, como cantó Alí Primera: “siempre volará la idea aunque se pudran los huesos”.
Del lado de los carceleros hubo inquietud, nerviosismo. Se precipitaron a convocar ruedas de prensa para leer declaraciones de manual, artificiosas, vacuas aunque resultaran ampulosas, enrevesadas. Declaraciones sacadas del mismo laboratorio donde fue redactada la sentencia: la misma sintaxis engañosa, la misma semántica de la arbitrariedad y el autoritarismo. Así no recitan los poetas porque la poesía es síntesis, es esencia y es una angustia existencial por expresar lo inefable, lo que solo puede expresarse a través de metáforas, alegorías y símbolos. La poesía no se aviene con la mentira convertida en política de Estado ni se presta a ser cómplice del terror como método para imponer la sumisión y el silencio.
Hubo también celebración, es cierto: champagne, whisky de 24 años –obviamente importados del imperio– y un banquete pantagluérico, dicho así para invocar una ausencia presente que perturba memorias. Celebraron su efímera victoria, su victoria pírrica trocada en vergonzosa derrota. Pero las manos, manchadas y torpes, al brindar partieron las copas y se derramó el licor. ¿Qué verdugo puede vivir tranquilo con este canto atronador reventando los tímpanos de su cinismo, de su sordidez?
ACERCA DEL AUTOR:
Rafael Venegas
Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.