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Profesor en la escuela de letras de la Universidad Central de Venezuela
Rafael Venegas

Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.

Rafael Venegas | “No tengo manera de saber que el cadáver que está enterrado en esa tumba es el de mi esposo”. La frase salió de la garganta, impulsada, sin embargo, desde lo más hondo del corazón, de Waleska Pérez, viuda del Capitán de Corbeta Rafael Acosta Arévalo, asesinado en torturas por la DGCIM, como ha sido ya ampliamente documentado, sin que esta mujer haya podido siquiera ver el cuerpo flagelado de su esposo.

Para poder acaso tomar las dimensiones del dolor que encierra esta frase, en cada palabra pronunciada, en cada sílaba y cada letra articulada para poder expresarla, es necesario remontarnos al origen del suplicio: El oficial había sido detenido por funcionarios de la DGCIM el pasado 21 de junio, coincidiendo con la fecha de conmemoración de un aniversario más de la muerte de Fabricio Ojeda, acaecida en los calabozos del antiguo SIFA (Servicio de Inteligencia de las Fuerzas Armadas), antecedente remoto del órgano policial-militar que detiene y asesina a Acosta Arévalo. Como sabemos, a lo largo del tiempo este órgano ha cambiado varias veces de nombre pero no sus prácticas crueles, degradantes e inhumanas que lo han caracterizado desde siempre. Ahora se llama Dirección General de Contrainteligencia Militar y tortura y asesina en nombre de quienes dicen, paradójicamente, reivindicar el testimonio de sacrificio de Fabricio Ojeda y de Jorge Rodríguez, padre, igualmente asesinado en torturas por la antigua DISIP, hoy llamada SEBIN, nueva denominación para encubrir viejas prácticas aberrantes y criminales.

Desde el momento de su detención, Acosta Arévalo fue desaparecido para ser sometido a brutales torturas. De acuerdo con la información suministrada por la abogado Tamara Suju, fue llevado a un lugar desconocido en una zona rural y durante interminables días sometido a vejámenes y maltratos que, a la larga, le segaron la vida. Inexplicablemente fue presentado en estado deplorable ante un tribunal y de allí remitido a un hospital donde murió apenas unas horas después. Luego su cadáver fue literalmente secuestrado por los cuerpos de seguridad del Estado por espacio de diez días, al final de los cuales fue objeto de un “entierro controlado” en el Cementerio del Este.

Todo este vía crucis es historia tristemente conocida. No es mi intención repetirla como una novedad. Solo quiero encontrar el modo de calibrar las dimensiones del dolor que puede acumular una mujer que a lo largo de toda esta experiencia no le fue concedida la posibilidad de acercarse a su esposo para saber cómo estaba, de llevarle consuelo y esperanza en el sufrimiento y el tormento, de hacerle llegar al menos una carta, una breve nota siquiera, expresándole su amor y su confianza, para hablarle de sus hijos como un motivo de aliento frente a la adversidad. Solo quiero aproximarme a la magnitud del dolor que desborda las fibras sensitivas de esa mujer que no pudo ni siquiera enterrar a su esposo de acuerdo con su voluntad y tradiciones, que ni siquiera le consta que ese que está enterrado allí, en esa fosa elegida y “controlada” por sus asesinos, sea el hombre de cuyo amor nacieron dos retoños.

Y encontrar las palabras adecuadas para enunciar por ella ese dolor como un ejercicio de catarsis y una requisitoria a quienes son capaces de martirizar a un ser humano hasta causarle la muerte, a quienes dieron la orden para que tal crimen fuera perpetrado y a quienes pretenden justificarlo y encubrirlo. Dicen que los poetas, frente a la angustia ontológica por pronunciar lo inefable, recurren a las metáforas, las alegorías y el símbolo para intentar expresar lo que no puede expresarse con palabras. ¿Cómo podemos decirlo quienes no somos poetas?

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