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Profesor en la escuela de letras de la Universidad Central de Venezuela
Rafael Venegas

Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.

Rafael Venegas | Recientemente hemos escuchado al usurpador de Miraflores decir: “Hay cosas que están mal y no es por culpa de Donald Trump, es por culpa de nosotros”. Un mes antes había admitido su responsabilidad en la dolarización de facto de los precios de bienes y servicios y unos días después agregaría estar dispuesto a tomar medidas “desde ya sobre todo aquello que esté malo”.

No es la primera vez que escuchamos frases como estas venidas de quienes, desde hace 20 años, se han encargado de violar todas las garantías y derechos consagrados en la Constitución y en los Pactos Internacionales sobre Derechos Humanos suscritos por la República; de destruir el aparato productivo nacional generando desempleo, empleo precario y salarios míseros; de desmantelar los servicios públicos hasta convertirlos en una calamidad; de entregar vergonzosamente la soberanía nacional a intereses extranjeros; en definitiva, de sembrar la ruina, el hambre, la miseria y el empobrecimiento a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional.

Desde los tiempos en que Hugo Chávez anunció sus famosas tres R (revisión, rectificación y reimpulso), cada vez que desde el poder se habla de rectificación tenemos sobradas razones para esperar “remedios” que siempre resultan peores que la misma enfermedad. Mil planes, mil programas, mil misiones, mil estados mayores, mil decretos de emergencia económica pomposamente han sido anunciados y concretados a lo largo de estas dos décadas y el resultado ha sido siempre el mismo: agravamiento de la peor crisis que hayamos padecido en décadas, al amparo de la cual se ha producido la mayor concentración de poder y riquezas en las manos de los nuevos “amos del valle”, mientras se avanza, a paso de vencedores, en la labor de empobrecimiento y devastación del País y su gente.

Esta vez la receta es neoliberalismo puro y duro, del más salvaje, a la manera del más ortodoxo plan fondomonetarista, con el agravante de que su implementación no cuenta con un crédito internacional que le inyecte recursos al fisco y a la economía y que permita compensar los efectos negativos que este tipo de planes acarrea, indefectiblemente, sobre los sectores más pobres y vulnerables de la población. En efecto, si decimos reducción del gasto público; congelación y reducción del salario real, las prestaciones sociales, el ahorro y la seguridad social de los trabajadores y su familia; liberación de precios de bienes y servicios; flexibilización del mercado cambiario y fijación de precios en dólares; incremento de la presión fiscal y tributaria sobre productores, comerciantes y consumidores, mientras se reducen los aranceles a las importaciones; contracción del mercado interno para orientar la producción hacia la promoción de las exportaciones; privatizaciones de las empresas básicas y estratégicas y su entrega a la voracidad de las transnacionales; si decimos todo esto –que es lo que, en esencia, está anunciando el régimen–, la memoria colectiva nos remonta al funesto paquete de medidas económicas de Carlos Andrés Pérez de 1989, antecedido de una verborrea demagógica cargada de promesas redentoras que elevó las expectativas y alimentó la esperanza de muchos. También se hace imposible olvidar el caracazo del 27 de febrero y días posteriores, porque el intento de aplicar aquel plan se convirtió en detonante del descontento y la protesta de una franja creciente de pobres y excluidos que para entonces representaba ya más de la mitad de población.

El País no soporta más planes de ajustes, ni más medidas parciales, ni más remiendos ni corridas de la arruga. Es urgente un cambio en la conducción y orientación de los destinos de la Nación

La aplicación de este tipo de políticas, diseñadas como un recetario por el Fondo Monetario Internacional, al menos en América Latina, África y otras regiones, requirió de gobiernos altamente autoritarios y represivos, en muchos casos de corte dictatorial, que restringieran las libertades sindicales y el derecho a huelga, las contrataciones colectivas y el derecho a la protesta y la manifestación pública; en pocas palabras, gobiernos dispuestos a la violación masiva de los derechos humanos para implantar a sangre y fuego su política, de lo cual el más horrendo testimonio, no el único, fue la dictadura de Pinochet en Chile. En este sentido, lo fundamental de la tarea ya ha sido adelantado por la dictadura.

Hay que insistir en señalar que aquellos planes, a diferencia del paquete madurista, estuvieron acompañados de créditos internacionales que permitieron conjugar los déficits fiscales existentes, inyectarle dinero “fresco” a las economías y desarrollar programas sociales, de tipo asistencialista y de efectos compensatorios. Así, el equilibrio y estabilización de las variables macroeconómicas en buena medida fue alcanzado a costa de restringir las libertades democráticas y los derechos económicos, sociales y culturales de la población; de sacrificar la soberanía de las naciones y entregar sus riquezas naturales e industriales a las transnacionales; de relevar al Estado de funciones esenciales e indelegables en materia de educación, salud y otros; de profundizar la pobreza, la exclusión, la inequidad y las desigualdades sociales.

La situación de nuestra economía al cierre de 2019 es, resumida y esquemáticamente, la siguiente: un colosal déficit fiscal del 22% del PIB y una reducción de las reservas internacionales a $6.721 millones, las más baja de los últimos 50 años; una deuda externa de más de $160.000 millones que desde octubre de 2018 entró en default; una hiperinflación que ya lleva 27 meses y que en 2019 se elevó a 9.585,5%, según las cifras nada confiables del BCV; una depresión económica que representó una caída del 25,5% del PIB –también la más alta de los últimos 50 años– y que en seis años ha paralizado el 70% del aparato productivo venezolano; una profunda crisis de la industria petrolera que se traduce en caída brutal de la producción y exportación del crudo y en el cierre técnico de nuestras refinerías, lo que, a su vez, supone la crisis de la industria petroquímica  y explica la escasez de gasolina. Todo esto, a su vez, debe ser visto en el contexto de las sanciones económicas, financieras y comerciales impuestas por los Estados Unidos y otras naciones, las cuales, como de alguna manera termina admitiendo Maduro en su “confesión”, no son las causas de la crisis pero constituyen, sin duda, un agravante.

A esto se une el colapso generalizado de los servicios públicos (salud, educación, electricidad, transporte, gas doméstico, aseo urbano, telecomunicaciones, seguridad y otros), una crisis política e institucional resultante de la ilegalidad e ilegitimidad de todos los Poderes Públicos (con la única excepción de la Asamblea Nacional presidida por Juan Guaidó), como consecuencia del quebrantamiento de la Constitución, de la concentración y secuestro de los mismos por parte de un régimen de naturaleza dictatorial y totalitaria, apuntalado en la usurpación arbitraria y violenta de funciones y en el desconocimiento de la soberanía popular; y finalmente, la corrupción y el despilfarro de los dineros públicos a través de lo cual se han sustraído y dilapidado la bicoca de más $3 billones.

Este cuadro configura una crisis general de toda la sociedad venezolana, hunde al País en la decadencia y el caos, ensancha el abismo de las desigualdades sociales y establece un grosero e irritante contraste entre una pequeña cúpula gobernante que navega en el derroche, la ostentación y el lucro, y la inmensa mayoría de nuestros compatriotas, sumergidos en las calamidades de todo orden, padeciendo los estragos de la pobreza y la miseria crecientes.

En tales condiciones, medidas como la eliminación o reducción de aranceles a las importaciones de productos terminados y a las exportaciones; flexibilización del mercado cambiario, liberación de precios y fijación de los mismos en dólares; establecimiento de un impuesto de entre 5% y 25% a las compras en divisas, fijación del valor de la unidad tributaria con base en el precio del euro y aumento de los costos de tramitación de documentos legales con base en el Petro; fijación del encaje bancario en casi el 100% y creación de una cartera única de créditos para la producción; el intento por implantar el Petro como unidad de cuenta frente a la destrucción total del valor del Bolívar y la escasez de dinero en efectivo en el mercado; privatización de PDVSA y sus empresas filiales que se fragua tras bastidores, así como de otras empresas básicas y estratégicas de la Nación (tales como SIDOR, CANTV y otras); reducción del salario real, eliminación de facto de las prestaciones sociales, el ahorro y la seguridad social de los trabajadores y desconocimiento de las contrataciones colectivas y su sustitución por una tablas salariales de hambre que nivelan por lo bajo los sueldos de la empleados públicos; entre otras, son todas medidas de la más rancia cepa neoliberal, de efectos contractivos e inflacionarios, de inspiración fiscalista, antinacional y antipopular, que solo traerán más pobreza, hambre y miseria para todos.

Este paquete de medidas se complementa con lo que pudiéramos definir como la nueva economía de supervivencia del régimen: la que hoy se desarrolla en torno al Arco Minero, explotado como una rapiña o un saqueo, con la mayor brutalidad posible y bajo un esquema anárquico e ilegal que opera como economía paralela, marginal y de mafias, al modo de una economía de contrabando. Además de su depredador impacto ambiental, cuyas consecuencias más nefastas se harán sentir en el mediano y largo plazo, es una actividad imposible de controlar por los mecanismos formales de la economía y del Estado, fuente de corrupción y enriquecimiento de grupos mafiosos articulados al poder económico, político y militar edificado y asociada a intereses transnacionales.

Todo lo dicho confirma, una vez más, el fracaso irreversible del modelo impuesto por la claque dominante. El País no soporta más planes de ajustes, ni más medidas parciales, ni más remiendos ni corridas de la arruga. Es urgente un cambio en la conducción y orientación de los destinos de la Nación y eso no se resuelve con elecciones parlamentarias. La única salida electoral posible es la convocatoria de unas elecciones presidenciales, conjuntamente o no con las parlamentarias, bajo la conducción de un nuevo CNE. Elecciones libres, justas, democráticas, con garantías suficientes para los actores políticos y para los ciudadanos, bajo la supervisión y observación de la comunidad internacional. A confesión de parte ¿neoliberalismo salvaje? No. Que decida el Soberano y que su voluntad sea respetada.

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Rafael Venegas

Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.