TEXTO: CLAVEL A. RANGEL JIMÉNEZ. FOTOS Y VIDEOS: FABIOLA FERRERO
La historia de tres madres que venezolanas que cruzaron a Colombia para que sus hijos recién nacidos y enfermos recibieran atención médica, refleja la grave crisis de salud pública que vive ese país.
Freidermar
Los venezolanos Freidermar Martínez y Josué García cruzaron el puente Simón Bolívar hacia Cúcuta, Colombia, el 16 de noviembre de 2017, con Jhosué Neftalí en brazos ahogado en llanto. Tenían casi dos días de viaje comiendo arroz con mayonesa: los únicos productos que les quedaban de la caja de comida (CLAP) que vende el Gobierno venezolano. Jhosué, hoy con seis meses de edad, fue el motivo para emigrar.
Nació en el Hospital Central Doctor Plácido Daniel Rodríguez Rivero, en el estado Yaracuy, en el centro occidente, con un cuadro que es recurrente en Venezuela: peso bajo (2.300 kilogramos, 200 gramos menos que el peso normal establecido por la OMS), falla respiratoria y meningitis, una enfermedad inmunoprevenible cuya vacuna el Gobierno de Venezuela no compra desde el 2015.
Su mamá (18 años) y su papá (23 años), dos campesinos de una comunidad rural en el centro occidente venezolano, hicieron de todo para darle el tratamiento. Tenían que asumir el costo de un monitoreo de exámenes hematológicos cada tres días, porque en el hospital no había reactivos, y no tuvieron cómo mantener ese ritmo.
Según la Alianza Venezolana por la Salud, desde el 2016 el Programa Ampliado de Inmunización tiene escasez de vacunas contra el neumococo, la influenza y el rotavirus.
Josué, el esposo de Freidermar, quedó desempleado en simultáneo al embarazo. Tenían ya un año de casados y aunque la espera del bebé fue planificada, no pasó lo mismo con el desempleo y la hiperinflación. La crisis económica en el país caribeño ha llevado a más del 80% de la población a la pobreza, según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) que publican tres universidades venezolanas ante la escasez de datos oficiales.
No fue un embarazo fácil. Freidermar sólo pudo empezar a hacerse controles cuando cumplió el quinto mes, y ya era muy tarde: tenía riesgo de preeclampsia, desnutrición y una infección vaginal que jamás pudo controlar.
Aunque José consiguió trabajo después de que nació su hijo, el salario no alcanzaba para darle la atención médica y nutricional que necesita un niño que nace con bajo peso. La situación se complicaba cada día más. “Estábamos demasiado estresados: si comprábamos un suero nos quedábamos sin nada. Yo parecía María Magdalena”. Jhosué lloraba día y noche por hambre, como también lloraba ese 16 de noviembre que sus papás decidieron cruzar el puente.
El sol picaba y era la primera vez de Freidermar y Josué en la frontera venezolana. Aunque no tenían ni un peso, les pareció sospechoso cuando un hombre se les acercó y les ofreció comprar el cabello que Freidermar había cuidado con esmero hasta hacerlo crecer hasta la cintura.
—¿Lo hago? -le preguntó ella temerosa a Josué
—Ese es su cabello, hágalo si se siente bien
le respondió su esposo
—Bueno, ¿qué más da?
El hombre tomó el cabello de Freidermar y lo cortó con firmeza al ras del cuero cabelludo. A su lado, decenas de venezolanos caminaban cargando con maletas pesadas, bolsos y almohadas. Frei quedó “casi calva” pero con 30.000 pesos colombianos, que le permitieron llegar hasta la pensión donde se alojaba su cuñado y su esposo.
Jhosué seguía con fiebre y sarna, una infección de la piel altamente contagiosa. Y aunque no mejoraba, el dinero no les alcanzaba para llegar hasta el hospital. Con el bebé en brazos, Freidermar, una chica morena y delgada, de un metro 1.50 metros de estatura y mirada expresiva, terminó en la calle vendiendo chupetas. “Pero vamos a estar claros: eso era como salir a pedir dinero”, dice desde una casa en el barrio Brisas del Mirador de Cúcuta, donde vive hoy. Tiene su pelo corto sostenido con unas pinzas.
En un semáforo le regalaron un coche, una silla mesedora para el bebé y un pote de leche. “Yo estaba contentísima”. Una semana después, cuando amenazaba con llover, Jhosué llamó la atención de uno de los conductores. Tenía ya varias semanas con la sarna en todo el cuerpo que era muy evidente . “Tome estos 10.000 pesos, coja un taxi y se va al hospital”, le dijo el hombre. Frei no lo pensó y tomó un taxi hasta el Hospital Universitario Erasmo Meoz, el más importante de Cúcuta, donde lentamente lograron sanarlo.
Ahora Frei está en una casa que le recuerda a la suya, aunque vive con otras 11 personas. “Yo soñaba con que mi hijo tuviera su cuarto y disfrutara de eso… Aunque aquí me va bien porque mi hijo está bien”. Desde Colombia sueña con ampliar su casa y vivir del campo. Freidermar quiere ser gerente agrícola y ya había empezado a estudiar. Sueña con sembrar y tener un amplio jardín. Pero sabe que no será ahora.
El Hospital
El Hospital Universitario Erasmo Meoz, en Cúcuta, le debe el nombre a un médico colombiano que cursó en Venezuela sus estudios de medicina en 1885: el doctor Erasmo Meoz.
Esta institución, es el centro de recepción de los venezolanos que migran a Colombia por situaciones de salud. Según el director de urgencias del instituto, Andrés Eloy Galvis, desde hace dos años han atendido al menos 11 mil pacientes venezolanos. Entre esos, cientos de niños que llegan en graves condiciones de salud. En la emergencia pediátrica de este hospital, al menos el 60% de los pacientes son venezolanos.
Los niños venezolanos son diagnosticados, principalmente, con desnutrición, neumonía, meningitis bacteriana, leucemia y cuadros de diarrea, como explica el doctor Albert Abisai Cova, un pediatra venezolano formado en la Universidad de Oriente (UDO), al sur de ese país, que desde hace dos años trabaja allí.
Aunque el gobierno de Colombia ha dado instrucciones para que los migrantes sean atendidos, el hospital ya no da a basto. Además está atravesando una grave situación financiera: tiene deudas por 240.000 millones de pesos, de los cuales 10.000 millones, hasta marzo, correspondían a la atención a venezolanos.
De acuerdo al registro, de los 81 pacientes hospitalizados el domingo 6 de mayo, 16 eran migrantes. Y de los nueve que había en la unidad de cuidados intensivos, cuatro eran venezolanos. Las razones para llegar aquí son múltiples, pero uno de los casos más comunes es el de Jhosué: niños recién nacidos bajos de peso y con dificultad respiratoria, que requieren ser atendidos en unidades de cuidados intensivos cuyos equipos en Venezuela están en colapso.
COMO EXPLICA EL DOCTOR ALBERT ABISAI COVA
Los niños venezolanos son diagnosticados, principalmente, con desnutrición, neumonía, meningitis bacteriana, leucemia y cuadros de diarrea.
Fue justo en Yaracuy, de donde proviene Freidermar, mamá de Jhosué, donde el presidente Nicolás Maduro prometió que “así el petróleo llegue a cero, nuestros niños tienen garantizado todo: salud, educación y bienestar”. Lo hizo durante la reinauguración de la Unidad Pediátrica Neonatal del Hospital Niño Jesús en San Felipe, donde seis años más tarde los equipos neonatales están sin mantenimiento.
Según una investigación periodística del Instituto Prensa y Sociedad Venezuela (IPYS) y El Pitazo, niños como Jhosué deben esperar, incluso semanas, para ser atendidos en una incubadora que funcione, porque el 70% de los equipos neonatales de este hospital, comprados en un convenio con Argentina, están dañados.
Aunque Venezuela es uno de los países que menos dinero destina de su Producto Interno Bruto (PIB) a la salud, había aguantado el colapso del sistema gracias a unos médicos con una gran formación y a una infraestructura sólida y avanzada. Pero la aceleración de la crisis, hasta llegar a ser considerada “humanitaria”, fue inevitable bajo un sistema económico ineficiente, corrupto y burocrático, que terminó provocando escasez de medicinas tan básicas como la penicilina, enormes deudas con las farmacéuticas y la migración del personal médico.
Esto ha generado la reaparición de enfermedades que en Venezuela se consideraban erradicadas como la difteria, la poliomielitis y el sarampión, debido a las bajas coberturas (inferiores al 95%) de la población susceptible. A la par, el sur del país se ha convertido en centro endémico de malaria.
Este panorama también está migrando a Cúcuta, en Colombia. En los alrededores de la ciudad fronteriza, se ven vallas pagadas por el Ministerio de Salud que advierten en letras grandes: “migrante, si presenta los siguientes síntomas consulta al médico”. Es una campaña contra el sarampión que está llegando de Venezuela, país que concentra el 81% de los casos del continente de acuerdo a datos de la Organización Panamericana de la Salud.
Yosmary y María Isabel
Zurisadai es un personaje bíblico que aparece en el Número 2,22 de este libro sagrado. Es, también, como Yosmary García llamó a su primera bebé, quien murió a los tres días de nacida. Venía con complicaciones en el cuello materno, bajo peso y retardo del crecimiento fetal. O algo así le dijeron en Venezuela.
Después de la primera pérdida, los médicos fueron claros con Yosmary: no podría embarazarse de nuevo y, si lo hacía, su vida estaba en riesgo. Pero a los tres meses de aquella cesárea, Yosmary, de 25 años, estaba nuevamente embarazada en circunstancias de alto riesgo y en estado de desnutrición. La niña llegó al mundo a las 37 semanas de embarazo en el mismo hospital de Yaracuy donde fue atendida Freidermar: el Plácido Daniel Rodríguez Rivero. Yosmary también la llamó Zurisadai.
La tasa de mortalidad materno infantil se duplicó en Venezuela entre el 2015 y el 2016, según datos oficiales. En el 2016 murieron 756 mujeres embarazadas, casi el doble con respecto al año anterior.
A los dos meses, como la producción de leche de Yosmary no era suficiente, le sugirieron alimentar a la niña con leche de cabra. Era la única opción. La leche de fórmula para bebés es cada vez más escasa en Venezuela y su costo equivale a casi cinco salarios mínimos, lo que gana menos del 20% de la población. “Estaba muy flaquita y me asusté. Lloraba mucho por hambre”, cuenta. Fue ahí cuando decidió migrar.
Casi la misma historia cuenta María Isabel Lázaro, de 23 años, quien también migró a Colombia y al mismo barrio para salvar a uno de sus cuatro hijos: Juan, el más pequeño. Llegó a Cúcuta el 14 de noviembre de 2017 con él y Yordi, y semanas después regresó a Venezuela por los otros dos. Cuando buscó ayuda médica en el hospital Erasmo, los niños estaban tan graves que el Gobierno colombiano intervino –a través de un programa de atención familiar– y puso a los pequeños al cuidado de una madre sustituta hasta que se estabilizaran.
Ahora juegan los cuatro en el barrio El Mirador de la comuna 8 de Cúcuta, en los alrededores de un rancho de plástico de 5×5 metros, techo de zinc, madera y piso de tierra, donde viven ocho personas.
En Venezuela, María Isabel vivía en Perijá, Machiques, estado Zulia. Allí comenzó a notar que Juan “tenía la piel arrugadita, como un viejito, y estaba flaquito. La gente dice que lo que tenía era frío de muerto o que le habían echado mal de ojo”.
Los primeros dos meses la diarrea y el vómito dejaron al niño casi en los huesos. También tenía meningitis y leucemia, pero de eso sólo se enteró cuando llegó a Colombia. “Yo creo que allá en el hospital (en Venezuela) no me dijeron nada de eso porque igual no había cómo atenderlo”, señala.
En Cúcuta, el futuro de Juan sigue siendo incierto pero mucho menos que en Venezuela. Aunque existen instrumentos internacionales de derechos humanos, que reconocen explícitamente garantías sobre la salud de los migrantes (como la resolución 61.17 sobre la Salud de los Migrantes, aprobada en la Asamblea Mundial de la Salud, o el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular, que promueve Naciones Unidas), la desinformación y el temor a ser deportados cohíbe a las madres de buscar ayuda.
En marzo del 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) adoptó la Resolución 2/18 sobre la migración forzada de venezolanos, que establece unas recomendaciones para que los gobiernos actúen frente a esta inédita migración en el continente. El derecho a la salud, es una de las tantas preocupaciones de este organismo, ante las múltiples violaciones de derechos humanos en Venezuela.
Un reciente informe sobre la movilidad humana venezolana realizado por el Servicio Jesuita de Refugiados y la Universidad Católica del Táchira, entre abril y mayo de 2018, destaca que 56.3% de las personas que cruzaron hacia Colombia como migrantes lo hicieron por razones de salud.
Este panorama, sin embargo, es desconocido o ignorado por las autoridades venezolanas que en la 11° Reunión Ministerial del Movimiento de Países No Alineados (Mnoal), en mayo pasado, sostuvieron que en Venezuela no existe una crisis humanitaria. Señalaron, además, que los problemas en el sistema de salud son producto de un bloqueo internacional que impide la adquisición y llegada de medicinas.
Freidermar, María Isabel y Yosmary, saben que no es así. Y saben, también, que lo que se avecina no es fácil. El Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que al terminar el 2018 la inflación de Venezuela llegará a 13.864%, convirtiéndose así en la inflación más alta del mundo. Y bajo ese escenario, la posibilidad de regresar a sus casas es cada vez más lejana, pese a su deseo de volver. Según el informe de migración venezolana del Servicio Jesuita de Refugiados y la Universidad Católica del Táchira, sólo el 13% no se imagina retornando a su país.
Sin embargo, y aunque sus hijos no están completamente sanos, las tres aseguran que el sacrificio ha valido la pena. Al menos ya los niños no están pasando hambre. Y eso lo vale todo.