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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | El principal valor que tiene una organización de derechos humanos es su propio prestigio, construido a partir de la veracidad de sus denuncias y su cuidado en el uso del lenguaje para caracterizar hechos y situaciones. Desde 1988 Provea ha trabajado en base a los principios en derechos humanos, independientemente del color y signo del gobierno de turno. Fue así como, en 1993, visitamos a Hugo Chávez en Yare para constatar su situación de privación de libertad. Ese mismo año asesoramos al sindicalista Nicolás Maduro, por hostigamiento a su libertad sindical. En el 2002 repudiamos el golpe de Estado y solicitamos medidas cautelares de protección para Tarek William Saab y el propio Hugo Chávez. Y posteriormente, condenamos todas y cada una de las violaciones de derechos humanos ocurridas en sus gobiernos.

Con el rigor que nos caracteriza, luego de 28 años de trabajo en la promoción y vigencia de los derechos humanos, desde el pasado 20 de octubre de 2016 hemos calificado al gobierno de Nicolás Maduro como una dictadura, una del siglo XXI. Ese día se cumplieron las amenazas realizadas por altos voceros del Ejecutivo en varias oportunidades, incluyendo al primer mandatario, de no permitir elecciones hasta que el gobierno pudiera ganarlas. Por ello consideramos que no nos encontramos ante una simple dilación de los procesos electorales, por motivos jurídicos, sino ante un aplazamiento indefinido. Si bien la posibilidad de votar no es lo único que define a una democracia, definitivamente la inexistencia de elecciones impide calificar a cualquier gobierno de democrático.

La invisibilidad, y con ella la impunidad, era aliada de las dictaduras del siglo XX. Otra razón de peso es el propio desarrollo de los pactos internacionales y regionales en derechos humanos, en el que los países acordaron comprometerse con la democracia

Para un latinoamericano la palabra “dictadura” tiene una carga histórica y política muy fuerte, debido a las experiencias vividas décadas atrás en países como Argentina, Chile, Uruguay o Brasil. No obstante ese tipo de gobiernos dictatoriales son imposibles en América Latina hoy, debido a varios factores. Uno de ellos son las tecnologías de información que hacen imposible ocultar, en la actualidad, desapariciones y asesinatos masivos. La invisibilidad, y con ella la impunidad, era aliada de las dictaduras del siglo XX. Otra razón de peso es el propio desarrollo de los pactos internacionales y regionales en derechos humanos, en el que los países acordaron comprometerse con la democracia. Una muestra de ello es la Carta Democrática Interamericana, aprobada por todos los países de este lado del mundo y firmada en el año 2000 por el embajador venezolano ante la OEA Jorge Valero.

Por estas y otras razones nos encontramos ante dictaduras adaptadas a los nuevos tiempos, gobiernos que llegan al poder mediante las elecciones pero que usan los mecanismos de la democracia para asfixiarla y perpetuarse en el poder. La primera dictadura latinoamericana de este tipo, y que por ello es el gran referente, fueron los años de gobierno de Alberto Fujimori en el Perú, entre los años 1990 y 2000. “El chino”, como era conocido por sus seguidores, ganó tres elecciones seguidas y gozaba de alta popularidad. No obstante, y de manera progresiva, desmanteló el Congreso para quitarle sus funciones contraloras, cercenó la independencia del poder judicial para usar los tribunales para legitimar el abuso de poder, controló a las autoridades electorales, acorraló y amenazó a medios y periodistas, limitó la libertad de expresión, retiró al Perú de las competencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y criminalizó la crítica y la disidencia. Bajo la excusa de enfrentar situaciones extraordinarias, la llamada “guerra contra el terrorismo”, Fujimori normalizó gobernar en base al estado de excepción.

Si bien todas las características anteriores valen para el gobierno de Nicolás Maduro, también tenemos dos diferencias que deseamos resaltar. La primera es que a pesar que las ONG y la sociedad civil caracterizó al gobierno como dictadura desde 1993, Fujimori invitó al país a los organismos internacionales de derechos humanos, para intentar convencerlos del error de sus afirmaciones. De esta manera en 1998 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en ese momento presidida por el venezolano Carlos Ayala Corao, visitó el Perú y se entrevistó con una multiplicidad de sectores, incluyendo el propio Fujimori. La segunda diferencia, y no es menor, es que la Constitución promovida por “El chino” también creó la figura de la Defensoría del Pueblo. La primera persona que fue designada para ese cargo, el doctor Jorge Santistevan de Noriega, cumplió su papel con la suficiente independencia como para encabezar querellas contra el gobierno y ponerse al lado de los sectores de la sociedad que exigían el retorno de la democracia. Fue de esta manera que después de largos meses de resistencia cívica y no violenta por parte del pueblo peruano Fujimori renuncia, iniciando el camino de la reinstitucionalización democrática del país que continúa hasta el día de hoy.

En la resistencia contra la dictadura del Siglo XXI, que comienza a desarrollarse en Venezuela, debemos “seguir el ejemplo que Lima nos dio”.

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