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Profesor en la escuela de letras de la Universidad Central de Venezuela
Rafael Venegas

Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.

Rafael Venegas | Al salir de la estación Petare, apenas terminar de ascender los 46 peldaños de la escalera fija –las eléctricas, a su lado, permanecen destartaladas desde hace largo tiempo, como un monumento a la desidia, a la corrupción y al desprecio hacia la gente, especialmente hacia los adultos mayores, los discapacitados y las embarazadas–, mis ojos se toparon con su figura grácil: joven de una juventud que quizás puede alcanzar los veinte años, alta, con una esbeltez bien delineada que es mitad contextura y mitad hambre, el rostro oblongo y el cuello estirado, ni bonita ni fea pero de atractivo magnético, el cabello recogido en una cinta coronada por un lazo, un pantalón corto deja libres sus piernas espigadas y una blusa sin mangas y de tela ligera exhibe al sol sus brazos descarnados, sus hombros huesudos y su pecho de marimba; todo el cuerpo arropado por una tez canela permutada en traslúcida.

Allí está, detenida en la puerta del subterráneo devenido rancho ambulante, con sus ojos grandes del color de la miel y una mirada enigmática que parece atravesar el tumulto meridiano sin apenas rozarlo. En su brazo derecho exhibe los confites, en el izquierdo sostiene una hermosa niña pegada al cono de la teta como una prolongación de su propia delgadez, y de su boca grande, de labios delgados y dentadura blanco leche que amamanta, emana el pregón que procura los clientes para su mercadería: chupetas, caramelos y barras de menta. Alimenta a su hija al mismo tiempo que trabaja y parece meditar, como extendiendo la vista intentando atisbar el horizonte de su historia. Confirmo una vez más que las mujeres están mejor concebidas por la vida para realizar con eficacia varias actividades de manera simultánea.

El cuadro que observo me conmueve y no puedo evitar recordar que “el comandante supremo”, en uno de sus tantos arrebatos delirantes, dibujaba con pinceles de gloria la fisonomía de los “hijos de la revolución”: salud, educación, trabajo, cultura, deporte, buen vivir, progreso y un horizonte abierto para ir al asalto del futuro. Demagogia. Grandilocuencia. Pero como bien dice el refrán que la lengua es el castigo del cuerpo, pienso entonces que esta muchacha veinteañera, tempranamente madre, forzosamente apartada de los estudios, de la aventura juvenil que aspira tragarse el mundo, lanzada a la calle en procura del pan para su retoño, es una hija legítima de la “revolución”. Si no fuera esta imagen una síntesis de la vida concreta, bien podría ser una pintura titulada “Niña-madre con niña-hija en brazos”, o “Madre-niña amamantando con el sudor del trabajo”.

En la estampa veo el retrato de la primera y segunda generaciones de la mal llamada “revolución bolivariana”. En efecto, la generación nacida con la alborada del nuevo milenio (veinte años en flor que se marchita pronto), y las que le siguen, son el testimonio irrefutable de la tesitura de los hijos que ella engendra: niñas y niños, adolescentes y jóvenes desprovistos de futuro, si asumimos como futuro este presente aciago cargado de incertidumbre y pesimismo. Seres humanos malnutridos como consecuencia de la propagación de la peste del hambre, la miseria y el empobrecimiento generalizados; sometidos a un sistema educativo decadente y desvencijado que en cada escala del camino va expulsando, en relación proporcional, una cuota-parte de educadores y educandos; creciendo bajo el fuego cruzado de bandas delictivas que han impuesto su ley en los barrios, devenidos ghettos, donde las canchas deportivas se convirtieron en centros de distribución y consumo de drogas; conformando núcleos familiares cada vez más disfuncionales, fracturados y desmembrados como producto de la ruptura del tejido social, la convivencia ciudadana y la emigración que desgarra el alma nacional; arrojados desde la primera hora del día y de la vida a las calles, las esquinas, los mercados de ciudades y pueblos, al trabajo precario, inestable y de rebusque a descampado, bajo las inclemencias del tiempo, la vorágine citadina y el vértigo de la inseguridad y el desamparo.

He allí el resultado más lógico de la barahúnda que tomó por asalto el País para convertirlo en campo de ruinas; para destruir el 70% del aparato productivo nacional y generar, a un mismo tiempo, la depresión económica más profunda y la inflación más alta del planeta; para pulverizar el salario, el ahorro y las prestaciones sociales de los trabajadores; para desmantelar hasta el punto del colapso todos los servicios públicos (salud, educación, agua, gas doméstico, electricidad, transporte, seguridad, telefonía y otros) y encarecer sus costos y tarifas; para cercenar las libertades democráticas y los derechos humanos; en fin, para sembrar el País de hambre, miseria y devastación, en contraste grosero y desafiante con la ostentación, el lujo y el derroche a manos llenas que exhibe la nueva casta dominante, fruto de la opacidad económica, el blanqueo de capitales, la especulación financiera, la corrupción y el despilfarro.

Este es el país que en mala hora le ha tocado vivir a todos sus hijos y que demanda con urgencia un cambio de rumbo. Intenté descifrar la mirada perdida y enigmática de la flaca que a las puertas del Metro exhibe el hambre en su piel y pensé que tal vez meditaba sobre estos asuntos, sin despejar la incertidumbre pero sin perder la esperanza.

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Profesor universitario. Dirigente político. Secretario General de Vanguardia Popular.