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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Rafael Uzcátegui | En 1960, un año después de su fundación, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) designa como su primer presidente al escritor venezolano Rómulo Gallegos. El nombramiento no es casual.

Venezuela había iniciado en 1958 una de las democracias más estables del continente y el propio autor de la novela Doña Barbara había sufrido en carne propia un golpe de Estado 12 años antes, situación que experimentaban diferentes países de la región.

Gracias a los ingresos por su principal producto de exportación, el petróleo, Venezuela pudo crear una institucionalidad democrática que funcionó aceitada durante 30 años, generando políticas de inclusión y, a pesar de todo, la satisfacción progresiva de diferentes derechos políticos y sociales.

En 1982 comenzaron a evidenciarse los signos del agotamiento del modelo con la aparición de la debacle económica y la devaluación de su moneda, el Bolívar. Quedaba atrás la imagen de la Venezuela abundante que había atraído la migración de miles de personas de varios continentes. En 1989 una serie de saqueos callejeros, que a pesar de ser conocidos como “El Caracazo” ocurrieron en varias ciudades del país, reiteraba que el pacto social y económico que había funcionado desde 1958 se encontraba inmerso en su crisis terminal.

La década de los noventas es un período de intensa movilización ciudadana en demanda de un cambio, que incluyó dos intentos de golpe de Estado en 1992 y, finalmente, la llegada al poder de un nuevo proyecto política adjetivado como bolivariano, liderado por Hugo Chávez.

“El Caracazo” significó una de las violaciones de derechos humanos más graves ocurridas durante el período, conmoción que estimuló la aparición de nuevas y diferentes organizaciones sociales y populares. Entre ellas se encontraba la primera generación de grupos de derechos humanos venezolanos, que documentaron decenas de casos y acompañaron víctimas durante la convulsa década de los 90’s, nacimiento plasmado en el film “Disparen a matar” (Azpurua, 1990).

Aquellas primeras ONG tuvieron que enfrentar la acusación de “defensoras de delincuentes” y aunque abordaron los casos más polémicos (El Caracazo, Masacre de El Amparo, redadas indiscriminadas en zonas populares), el músculo democrático ejercitado durante tres décadas generó un espacio en el que actuaron sin las amenazas experimentadas por sus pares del continente.

Por ejemplo el Estado venezolano aceptó, en 1995, la primera sentencia en contra por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mediante la cual aceptaba que sí había ejecutado de manera extrajudicial un grupo de campesinos en El Amparo, 1988, a los que intentó presentar como miembros de un grupo guerrillero a la opinión pública.

De la expectativa al desencanto

La llegada al poder del proyecto bolivariano, en diciembre de 1998, generó expectativas en la mayoría de la población, incluyendo a los integrantes de organizaciones de derechos humanos.

A comienzos de su mandato, miembros de diversas ONG pudieron entrevistarse con el presidente Hugo Chávez, proponiéndole la adopción de un Plan Nacional de Derechos Humanos, idea que aceptó verbalmente.

Este mismo movimiento participó, de manera entusiasta, en la Asamblea Constituyente de 1999, logrando la inclusión de diferentes estándares internacionales en su articulado, dando como resultado un texto ampliamente garantista en materia de derechos económicos, sociales y culturales.

No obstante, la luna de miel con el nuevo gobierno duró hasta comienzos del año 2000, cuando Provea hizo públicas las denuncias sobre ejecuciones extrajudiciales en las comunidades afectadas por el deslave ocurrido en el estado Vargas, en diciembre de 1999.

La respuesta del presidente Chávez fue defender a priori la actuación de los cuerpos militares e intentar desacreditar a la organización. Dos años después, a raíz del intento de golpe de Estado ocurrido en abril de 2002, el gobierno bolivariano iniciaba un proceso progresivo de discriminación contra cualquier sector que lo criticara, incluyendo a las propias organizaciones de derechos humanos.

A mediados del año 2012 Provea publicaba un informe en el que realizaba un balance de 15 años en políticas públicas, cuyo título resumía la situación general de los derechos humanos para la época: “Inclusión en lo social, exclusión en lo político”.

Durante los años 2004 al 2009, con el apoyo de los altos precios internacionales del petróleo, el gobierno de Hugo Chávez impulsó diferentes políticas públicas de inclusión social que denominó “Misiones”. Las mismas tuvieron un efecto positivo en el corto plazo. Sin embargo, la situación de los derechos civiles y políticos antagonizaba con aquellos avances en materia social. La situación de derechos como la libertad de expresión, reunión y asociación estaban en franco retroceso.

Por primera vez en su historia las ONG venezolanas eran cuestionadas por sus fuentes de financiamiento, que el gobierno aseguraba eran parte de una conspiración internacional en su contra. En el año 2010 se aprobó un anteproyecto de Ley de Cooperación Internacional, que regulaba la recepción de fondos internacionales.

La iniciativa legislativa generó un escándalo que obligó al gobierno a no continuar avanzando en su aprobación y, en cambio, adoptar una normativa distinta cuyo nombre fuera menos evidente de sus intenciones. De esta manera se aprueba la llamada “Ley de soberanía política y autodeterminación nacional” (LSPAN), la cual prohíbe expresamente el financiamiento extranjero para organizaciones calificadas como de “fines políticos”.

El texto sostenía que debían considerarse como tales aquellas que promovieran candidaturas a cargos de elección popular, lo cual excluía a las ONG, pero también aquellas a realizaran labores de contraloría social y educaran a la población para hacerlo, una actividad realizada por casi todos los activistas del país. Si bien la LSPAN nunca ha sido formalmente aplicada contra ninguna organización del país, logró la inhibición de diferentes actores sociales que no querían poner en riesgo sus fuentes de cooperación.

Otra de las estrategias de acoso contra activistas y defensores de derechos humanos ha sido la realización de campañas de desprestigio a través del llamado Sistema Nacional Público de Medios. Las organizaciones son acusadas de tener una ideología de “ultraderecha”, ser parte de una conspiración internacional y ser financiadas directamente por el presidente de los Estados Unidos.

En el caso de Provea, luego que se desmintiera públicamente la quema de diferentes centros asistenciales por partidarios de la oposición, el ministro de comunicaciones Ernesto Villegas calificó a la organización como “retaguardia del fascismo”. Durante casi dos meses los medios del Estado realizaron de manera coordinada una campaña contra la ONG, que tuvo que adoptar un protocolo de seguridad para resguardar a sus miembros. Las campañas de desprestigio aumentaron con la llegada al poder de Nicolás Maduro.

La caída de los precios internacionales de energía y la ausencia de controles en el gasto público hicieron coincidir los primeros meses de su mandato con la aparición de una crisis económica, alta inflación y escasez de los productos alimenticios y farmacéuticos que en tiempos recientes de abundancia se importaban hasta en un 80%. Los cada vez menos beneficios sociales otorgados por el Ejecutivo comenzaron a ser distribuidos de una manera abiertamente discriminatoria, para intentar favorecer electoralmente las candidaturas oficiales.

A finales de 2014, durante una audiencia en la CIDH, Provea calificó a Nicolás Maduro como una “fábrica de pobreza”. El hostigamiento contra la sociedad civil aumentó hasta el punto que en el año 2015 la propia CIDH otorgó 9 medidas cautelares a defensores de derechos humanos venezolanos.

El año 2016 significó el punto mayor de la confrontación entre el gobierno y las ONG. En marzo, tras la promulgación de una normativa que sustituía de facto a la Constitución, el decreto de estado de emergencia económica, los activistas calificaron la medida como “ruptura del hilo constitucional”. 8 meses después, tras la decisión de suspender dos eventos electorales (Referendo Revocatorio y elecciones a gobernadores), los defensores de derechos humanos comenzaron a calificar al gobierno como una “dictadura del siglo XXI”.

Resiliencia frente a la adversidad

En un contexto no democrático como el venezolano el espacio de la sociedad civil independiente se ha reducido a su mínima expresión. Las demandas contra el Estado en los diferentes tribunales del país son declaradas en más de un 95% como “sin lugar”, reflejando la ausencia de un sistema de administración de justicia.

La ausencia de independencia de los poderes también ha afectado la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo, por lo que las víctimas de violaciones de derechos humanos no cuentan con instituciones que canalicen y den respuesta a sus demandas. Sin posibilidades de realizar litigio y llevar casos ante la justicia, las ONG se dedican casi exclusivamente a la documentación de casos y la denuncia ante instancias internacionales.

Sin embargo el miedo a perder alguno de los beneficios sociales otorgados por el gobierno –y otras amenazas menos sutiles como la coerción por parte de grupos de civiles armados amparados por el gobierno – ocasiona que muchas víctimas desestimen el siquiera acercarse a las organizaciones. Por otro lado las organizaciones han tenido que asumir una mayor cultura de seguridad que ha generado gastos no previstos en sus presupuestos de funcionamiento.

Por último la inseguridad, el deterioro de los servicios básicos como luz, agua e internet, así como las dificultades existentes en el transporte público ha limitado el trabajo de campo realizado por sus investigadores y ha reducido al mínimo las visitas a otras ciudades.

Como estrategia de resiliencia frente a la adversidad, la ONG venezolana Civilis ha planteado que el trabajo de las organizaciones venezolanas debe enfocarse en la protección física de las personas; acción rápida ante las arbitrariedades; la protección de las personas entre sí: Restauración de la memoria social y la justicia combinada alternando diversas estrategias dentro y fuera de tribunales.

Como complemento, agregan, debe adoptarse tácticas de Desactivar la intimidación; Eliminar o evitar oportunidades de abuso y violencia; Desbloquear el acceso a la ayuda; Desenmascarar la mentira y la censura; Ganar aliados y Emplear acciones inéditas e innovadoras.

Provea ha venido reflexionando y experimentando sobre la innovación en un contexto no democrático. Ha continuado utilizando de manera intensiva las redes sociales, incorporando elementos gráficos y visuales a los mensajes, gestionando sus propios canales divulgativos. Asimismo ha promovido el comic y esta patrocinando un proceso de formación en escritura narrativa, para el uso de otros lenguajes diferentes al informe tradicional en derechos humanos.

Junto a la jóven organización Redes Ayuda ha creado una estación de radio por internet (www.humanoderecho.com), cuya infraestructura de grabación y edición esta beneficiando sin costo a otras iniciativas de la sociedad civil. Ha aumentado su presencia en medios (Programa “Son Derechos” en Radio Fe y Alegría, columnas de opinión en diferentes portales). Las alianzas incluyen músicos, fotógrafos y diseñadores gráficos que contribuyen con su trabajo en la generación de contenido para nuevas audiencias.

En un contexto donde la crisis se ha normalizado, ha intentado mantener el interés por los retrocesos en derechos sociales de una manera heterodoxa, como el programa “Música por medicinas”, en el que se fomenta el canje de medicamentos vigentes por música en diferentes formatos. Por último ha mantenido como línea estratégica de trabajo el fortalecimiento del conjunto del movimiento de derechos humanos y sus organizaciones, desarrollando un programa piloto en el estado Lara, el cuarto en importancia en el país.

Provea considera que las nuevas dictaduras son modelos de autoritarismo regional en tiempos posteriores a la Guerra Fría. Por ello considera necesario perfilar esta amenaza a la dignidad humana sin reducirlas a su dimensión ideológica, replicando y compartiendo las buenas prácticas que surgen en los diferentes países de América Latina, generando las enseñanzas necesarias para darles una respuesta regional.

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