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Rafael Uzcategui

Sociólogo y editor independiente. Actualmente es Coordinador General de Provea.

Cuando Luis Almagro, ya como Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), asumió un claro protagonismo sobre la crisis venezolana, a contracorriente y a costa incluso de su propio prestigio, consulté a Pedro Nikken su opinión sobre esa actuación.

Como saben todos aquellos que tuvieron la fortuna de conocerlo, Pedro Nikken era un hombre de mesuras y diplomacia, ajeno a cualquier radicalismo. “Almagro está forzando a los países de la región a posicionarse sobre Venezuela” me respondió.

Recordé sus palabras cuando leía el artículo de opinión del uruguayo “El infierno del sendero que jamás se bifurca”, publicado el pasado 29 de julio en el portal sureño Crónicas.

Almagro vuelve a usar su poder simbólico para estimular a los actores, esta vez los líderes sociales y políticos del campo democrático del país, en medio del desconcierto viralizado en la sociedad venezolana, a que expresen una postura clara sobre cuál será la estrategia a seguir en los próximos meses.

Como nadie quería ponerle la cascabel al gato, tenía que ser un tercero, con autoritas además, quien colocara la discusión sobre la mesa.

Almagro comienza su escrito ratificando que nada se ha resuelto en Venezuela, todo lo contrario.

Y que además, la estrategia de la “máxima presión” -en la que él mismo participó- fracasó.

En su opinión el giro de la discusión no debería ser cómo sacar a Maduro, sino cómo sigue en el poder, lo que implicaría la cohabitación: “implica un ejercicio de diálogo político real, de institucionalidad compartida, de poderes de Estado compartidos”.

El uruguayo coloca un límite a este ejercicio: los contrapesos: “La cohabitación sin contrapesos puede transformarse en complicidad”.

Los contrapesos no son solo políticos e institucionales, también lo son económicos, sociales y culturales

A su juicio “el esquema a discutir en un proceso de diálogo debe dar garantías de contrapesos para quienes cohabitan”.

El texto, provocador, deja más interrogantes que respuestas. Me imagino a Pedro diciéndome que debemos ser los propios venezolanos quienes debemos desarrollarlas.

Si no hay resolución a corto plazo de la crisis, como sugirió en algún momento el esfuerzo de la transición por colapso del régimen, la cohabitación más que una estrategia es una realidad, es el contexto de los años por venir.

Sí, Nicolás Maduro sigue estando en el poder, pero los esfuerzos de imponer sin fisuras una nueva hegemonía tampoco han prosperado.

Por otro lado, el liderazgo político opositor no sólo necesita de un abordaje diferente del conflicto para recomponerse, necesita tiempo para materializar políticamente esa estrategia, remontando su peor crisis de representatividad de los últimos años.

Y si hemos aprendido algo en los últimos años es que esto no se improvisa.

La pulsión totalitaria no sólo demanda eficacia, sino también una cantidad importante de recursos que mantengan aceitados y andando los mecanismos de control.

Y si la cohabitación, forzosa o cualquier adjetivo que queramos agregarle, es un hecho, sería un error de cálculo transformarla mediante la prestidigitación verbal en un objetivo. 

Un segundo comentario al tan necesario debate propuesto por Almagro es que la salida pacífica y negociada del conflicto venezolano no es una calle de una sola vía -de hecho en política pocas cosas lo son-.

Los contrapesos no son solo políticos e institucionales, también lo son económicos, sociales y culturales.

Y en este abanico de caminos -dejamos atrás el mantra que nos encunetaba a todos por el mismo túnel- los roles de los actores deben ser diferenciados, con diversos grados y niveles de coordinación estratégica entre sí.

Coincido en que no debemos repetir los errores del pasado.

Y si uno de ellos, como sostiene Almagro, fue subestimar la capacidad de Nicolás Maduro, yo agregaría que la cara anversa del mismo desliz es sobrestimar su supuesta vocación democrática.

El principal acervo que lo convirtió en heredero del legado fue ser un militante fielmente disciplinado por la escuela cubana.

Y el castrismo realmente existente no cree, es totalmente ajeno, a la alternabilidad del poder.

No sólo de nuestros propios errores pudiéramos aprender, sino también de los esfuerzos ineficaces en promover una transición a la democracia en Cuba, y de cómo la comunidad internacional ha “cohabitado” con la dictadura más larga de la región. 

¿Cuáles deberían ser lo contrapesos?

Son varios. Desde la defensa de los derechos humanos los activistas hemos hecho esfuerzos por activar todos los mecanismos de protección a nuestro alcance.

Hasta ahora el trabajo de la Corte Penal Internacional y la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos han significado un muro de contención al abuso de poder.

Pero hasta ahora no han sido ni lo suficientes ni lo expedito que necesita una crisis de la dimensión de la venezolana.

Los contornos de la discusión planteada por Almagro nos invitan a seguir pensando en otras maneras.

El gran desafió es no desistir en la posibilidad de una Venezuela inclusiva y de derechos para todos y todas.

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